El protagonista no sabe en qué momento va a comenzar la narración. El argumento es el accidente y su comienzo es un artificio retórico que parte de la necesidad de que todo concluya. Entre estos dos extremos, principio y fin, escogemos sucesos y los transformamos en palabras. El relato es siempre ficción porque las palabras son más pequeñas o más grandes que los hechos, pero nunca idénticas. (Palabras inexactas, que no se parecen en nada a los objetos, desparejas, concretas, nubosas.) El lenguaje es una mala copia, por eso nunca nos entendemos. Nunca nos enteramos. Quizás en el pasado las palabras se parecían a lo que designaban. Pero ahora han mutado. También mis dedos han desgastado el dibujo de las letras en el teclado, y aun así formo frases pulsando teclas en blanco, botones que llenan el hueco que ha dejado el alfabeto. Escribo sobre el vacío. La historia es la tormenta, la descarga, la ficción. El protagonista existe, sin embargo. Es real. Pero no protagoniza nada. Ni siquiera su propia vida. Es un tío apocado y oscuro, hecho hacia adentro de sí mismo, como un negativo de escayola. Hace mucho que los héroes dejaron de ser valientes. El valor se desarrolla sólo entre peligros, en lugares remotos, poniendo tu vida como aval de tus ideales; la heroicidad, por el contrario, está ahora en campos de fútbol y vallas publicitarias. ¡La heroicidad está en el Capital! Los héroes de novela han cambiado también. No sobrevivieron a nuestra adolescencia. Los fuimos matando según los consumíamos. Y más adelante. A los veinte, a los treinta. Los arrojamos por la ventana, los ahogamos en la piscina, encendimos con ellos las hogueras del verano. Nuestro héroe no parece un héroe ni un antihéroe. Vive en un suburbio, en un piso siete de un portal cuatro. Pasa el día viendo series tipo HBO. Come manzanas Fuji. Por las noches se deja crecer la barba, y se comunica por Skype con su novia canadiense, a la que sólo ha visto una vez. A los héroes les ha pasado lo mismo que a las palabras, que han dejado de parecerse a aquello que representan. Ya no se parecen a nada. El nuestro, cuando se mira en el espejo, no se ve: ha sido suplantado por un conjunto de teclas en blanco, gastadas de tanto usar, como este teclado en el que escribo. El narrador le persigue, les sucede. Se desliza tras él por el tobogán de la noche, junto a los últimos heridos del día. Entra en su casa. Le asesta proyectiles y palabras. Palabras que han dejado de sonar a palabras. Suenan más a secretaría, a catastro. Le dispara ese conjunto de sonidos aeroportuarios. ¿En qué transformamos a nuestro héroe con este lenguaje? La ropa se rompe cuando está gastada. Las camisetas y los pantalones. Todos los zapatos agujereados, las camisas deshilachadas, descolorido el sombrero. Las páginas se desprenden de los libros que más veces hemos leído. Ya no quedan imágenes en las cintas del vídeo que veíamos en bucle. En nuestra calle la hierba reconquista las aceras. Han brotado geranios sobre los tejados. Y más allá, mis dedos se desdibujan, se desgastan, se esfuman, como la letra de las teclas. En la mesa hay restos de comida y de sangre.