Que venía yo a despejar ese clifjanguer de chichinabo del otro día, ese de los dos tebeos carcomidos y gastados, pero va a ser que os quedáis con las ganas, y la culpa es vuestra porque cada vez que escribo sobre viejos papeles grapados con óxido os ponéis de un sentimental que se hace difícil resistir la tentación de hundir aún más el dedo en la llaga. El dedo está calentito cuando la llaga es ajena. Bueno, es cierto que también hay quien me agua la fiesta, como Santiago, a quien llama la atención que me guste pensar que en el pasado vivíamos rodeados de tebeos cuando es ahora que en realidad nos envuelven, rebosando estanterías. Y tiene razón, coño, si hasta yo mismo acabé ahí mi diatriba, sin percatarme de la incoherencia; o sí, porque ese vivir rodeado de tebeos de ahora es diferente al del ayer. Y no estoy hablando de nostalgia.
Hoy nos rodean las montañas, es cierto, pero forman parte del parque zoológico, de la exposición universal en la que algunos nos hemos guarnecido con gusto y voluntad. Aquí las fieras se cuentan por millares, pero todas en cautividad. Un circo privado de fenómenos asombrosos, alguno realmente monstruoso. Antes no, antes te encontrabas tebeos hasta en los armarios de la cocina porque los tebeos vivían en libertad y corrían sueltos por ahí, eran más, pero tan repartidos que ahora nos pueden parecer menos, y libres, salvajes y algunos, ya entonces, en peligro de extinción.
Dice Santiago que era como el patio del colegio, que entonces nos parecía enorme y hoy, si regresamos, vemos despojado de cualquier grandiosidad. Como cada año la víspera de todos los santos, que cada vez es menos santa y más cosa de brujas con caramelos, se me llena de comentarios sobre el frío que hacía entonces y no ahora, que hace un tiempo que casi da para irse de pícnic en manga corta en vez de para refugiar las manos en un manojo de castañas recién asadas, con el frío en los huesos y un gorro de lana con orejeras, viendo como el humo de las castañas se confunde con el vaho que exhalamos, que se ha hecho visible como en agosto lo fue el del asfalto y la arena de la playa. El frío de esas castañas de finales de octubre es otro recuerdo impostado, porque entonces, como ahora, no hacía frío, que el frío viene luego, enseguida, pero no ahora, y se extenderá de noviembre a marzo. La nostalgia hace estas cosas, y también que antes comíamos castañas en febrero y hoy sólo a finales de octubre. En la calle ya no hay castañeras como tampoco hay quioscos, que eso que ves en la esquina, si aún está, ya no lo es.
Santiago se pregunta si todo eso, el patio del colegio, los octubres gélidos y los tebeos en el cajón de la cocina, a lo mejor son cosa de nostalgia, que siempre acecha ahí detrás, alterando la realidad pasada; que eso nos pasa con tantas y tantas cosas. Y aún así, no dejo de ver que con los tebeos era diferente. Diferente a las películas que nos ponían en el cine, porque si era esta o aquella era cosa del de arriba y no había ni secuelas que esperar, y lo mismo con la tele. Lo de los discos sí era diferente, más cercano a los tebeos, pero los discos son cuestión de adolescentes y no de niños, que es de lo que estoy hablando. Los tebeos eran otra cosa. Ibas a casa de un amigo y hasta en la cocina había un armario, olvidado en un rincón, que abría sus puertas y todo un mundo a descubrir de allí salía. Un Tomahawk de Novaro, un Supermortadelo con Ric Hochet, un tebeo valenciano del espacio, un Jabato y un Mytek. Una sorpresa continúa que desafiaba todo lo imaginado. Siempre salía algo más.
Los tebeos eran un mundo a cartografiar por entero, y nosotros los exploradores. Ahora ya no, que ya lo tenemos cartografiado. Hemos cartografiado hasta el Japón, que es el lejano Oriente, y como mucho nos queda algún rincón del Polo Sur. Pero no temáis, que no os embargue la tristeza ni os encomendéis a la nostalgia, que no es buena, porque hemos cartografiado este mundo pero nos quedan otros, porque hoy los lectores de tebeos viajamos en naves espaciales, visitando otros planetas.