Con esta Casa de citas pretendía recuperar la figura de Vincent Price, un maestro del cine de terror de bajo presupuesto, especializado en personajes de mente retorcida y actividad cruel: individuos capaces de enterrar vivas a sus hermanas, convivir con esposas muertas y pergeñar estrafalarios desquites para vengarse de sus enemigos. En palabras del experto Serrano Cueto, Vincent Price construyó el prototipo del villano exquisito, “reafirmándose como el actor ideal para interpretar a tipos de psique turbia, tendentes a la aberración y capaces de gozar con los actos más deleznables”. Price sabía sonreír con sarcasmo mientras prendía fuego a sus víctimas, las ahorcaba o las dejaba literalmente secas tras un esmerado proceso de extracción sanguínea.
La tarea de resucitar a Vincent Price me llevó a revisar buena parte de su filmografía y seleccionar algunos fragmentos significativos de sus películas (Los crímenes del museo de cera, El hundimiento de la casa Usher, El péndulo de la muerte, El abominable doctor Phibes…), particularmente aquellos en los que Price justificaba su tortuosa conducta: “¿Acaso es posible que haga estas cosas sin ser consciente, para castigarme a mí mismo?”. ¡En eso consiste ser retorcido! También disponía de algunas declaraciones del actor en la televisión americana, de una entrevista con Joe Dante, que se publicó en el primer número de Quartermass, y de algo más reciente: los cotilleos de Scotty Bowers sobre Vincent Price en su divertidísimo libro Servicio completo. La secreta vida sexual de las estrellas de Hollywood (2013). Por lo visto, y como tantos otros actores de la época, Vincent Price estuvo obligado por contrato a mostrar un comportamiento público ejemplar, por lo que nunca pudo divulgar su verdadera orientación sexual. En palabras de Scotty Bowers:
Vinny era claramente gay. En 1974 se casaría con la actriz australiana Coral Browne y, aunque ella era lesbiana – lo sé porque le organicé muchos líos con jovencitas en años posteriores -, la pareja se profesaba un gran afecto. Prácticamente no mantenían relaciones sexuales entre ellos, pero se querían mucho. A Vinny le proporcioné ligues durante años. El sexo con él era agradable, pausado, tierno. Poseía lo que sólo puedo calificar como una especie de refinamiento. Era erótico, tentador, gratificante.
Con tales mimbres pensaba organizar mi primera Casa de citas del 2014, aunque la referencia a Vincent Price era sólo una excusa para contar la vida de mi tío Heriberto que, en los años de La máscara de la muerte roja (1964), mostraba un parecido extraordinario con el actor americano. Mi tío era un duplicado local de Vincent Price: alto, elegante, simpático y un tanto mordaz. Había nacido y vivido su adolescencia en Benetússer, pero tuvo que trasladarse a Valencia con su armario para poder soportar la presión familiar. Sería maricón, pero cuando la mayoría de los españoles sólo eran bajitos y malcarados mi tío destacaba por su metro ochenta, su grácil verborrea y una proverbial elegancia. Vestía siempre traje y corbata, lucía un bigotito muy bien perfilado y sabía arquear las cejas como Vincent Price en las películas. Gracias a sus habilidades supo ganarse la confianza de muchas clientas y vender más frigoríficos que nadie en Valencia. Cuando cerraron las Galerías Todo, mi tío se colocó en El Corte Inglés, donde continuó vendiendo electrodomésticos hasta el final de su vida. De hecho murió de un infarto en la planta dos, mientras charlaba con las dependientas de lencería. Todavía hoy se le recuerda como uno de los comerciales más persuasivos de la firma, y hay quien dice que su cuerpo, convenientemente embalsamado, se venera en la capilla subterránea que posee la entidad en la calle de las Barcas.
Llevaba varias noches enfrentado al ordenador, tratando de hacer verosímil la historia del cadáver embalsamado de mi tío, cuando sentí la mano helada de la actualidad acariciándome la frente y oí el murmullo de algo que se aproximaba a mis espaldas. Me volví de improviso y pude ver una presencia ominosa materializándose ante mis ojos. ¡Era la figura de don Alberto Ruiz Gallardón, en cuerpo y alma inmortal, surgiendo entre las sombras! Para mi horror, le acompañaba otro monstruo de la sobreactuación gótica: el cardenal Rouco Varela, ataviado con sotana, guantes y solideo rojos. No tomaron asiento sino que, enarbolando un megáfono, se dedicaron a proclamar una execrable salmodia sobre los derechos del nasciturus.
En aquellos momentos yo no estaba aturdido ni desorientado, mi visión era normal y mis pensamientos eran claros. Incluso tuve la suficiente lucidez como para preguntarme si no estaría soñando cuando oí de los labios del prelado una pavorosa invocación a Yog-Sothoth, el dios abominable que se oculta en los abismos del tiempo. Pero aquello no fue un sueño ni una aparición. Posteriormente pude comprobar la veracidad de lo que oí, pues el propio Gallardón se encargó de hacer públicas sus intenciones. Éste es, en resumen, su espeluznante programa: el ministro y sus adláteres pretenden resucitar un ejército de inválidos, niños tullidos y mujeres locas con los que repoblar las escalinatas de las iglesias y restituir la caridad cristiana al lugar que le corresponde. ¡Frente a la justicia de los hombres, la caridad de Dios y la limosna! (Confieso que esta terrorífica imagen procede de un artículo de Jorge M. Reverte, “Gallardón y los tullidos”, publicado en El País, en mayo de 2013, donde el autor ya anticipaba que “el Estado que defiende el ministro garantizará el derecho a nacer, pero no el derecho a vivir dignamente”, ya que nadie ha previsto ocuparse de aquellos que nazcan con taras irreversibles. Como escribe Reverte en su artículo:
Entre los anuncios del ministro no hay nada que se refiera a la atención a esas vidas, a los cuidados o las rentas básicas. Más del 50% de las mujeres españolas (que son las que presumiblemente pueden tener niños) están en paro. Si alguna de ellas comete el error de quedarse embarazada, puede encontrarse no con el derecho a parir un hijo, sino con la obligación de hacerlo, sea cual sea su circunstancia vital. Y si el nacido tiene taras irreversibles, tendrán que arrastrar durante toda su vida esa penitencia.
Tuve que rehacer lo que había escrito. Las circunstancias me obligaron a dejar de lado a Vincent Price, el cine de terror y la historia de mi tío Heriberto para centrarme en la actualidad y hacerme eco de lo que se cocía a mi alrededor. Debía procurar citarme con Ruiz Gallardón y comentar con él su proyecto de ley del aborto, un proyecto dirigido a penalizar el 94% de las interrupciones del embarazo realizadas bajo el amparo de la ley actual. El dato no es demagógico: según cálculos publicados en la prensa, más de cien mil mujeres abortaron en España en 2012 por supuestos que la ley de Gallardón no autorizaría.
No conseguí citarme con el ministro, aunque llamé con insistencia a las puertas del infierno. Sin embargo, prefiero que haya sido así, porque su presencia me atemoriza y sus convicciones me repugnan. Incluso preferiría olvidar que existe, exorcizar su recuerdo, lavar mi cerebro. Con la mente en blanco, ¡qué descanso! Sería como si Ruiz Gallardón no hubiera existido nunca. ¡Un mundo sin su presencia – un mundo sin dogmáticos – sería un mundo más pacífico!
Comprendo que, de no haber estado en el ministerio, cualquier otro santurrón del PP hubiera asumido su papel, pero sin tener que disfrazarse de liberal. ¿Conoce don Alberto las reglas básicas del liberalismo político? ¿Las conoce el presidente del gobierno o la plana mayor del PP? En mi opinión, si uno pertenece a la clase de los meapilas, que es lo propio de don Alberto, debería comportarse como tal de principio a fin, y no dárselas de liberal-centrista mientras recorta las libertades de los ciudadanos. Si lo comparamos con Wert, Gallardón resulta ser un falsario. En efecto, desde que fue nombrado ministro, José Ignacio Wert se puso al servicio de la catolicísima España, bien a las claras, sin artificios. Quizá por esa doblez que le delata, don Alberto haya caído tan bajo. Ya nadie confía en él y apenas se le puede mirar sin desprecio, por dogmático, beato e hipócrita.
Lo lamento por él y su familia, porque deben de estar avergonzados. ¿Se imaginan a sus hijos o a su esposa admitiendo en público que conviven con él? Debe ser duro, como lo es para tanta gente honrada admitir la deriva del ministro, después de tantos años de considerarle la joya oculta del PP. Hubo un tiempo en que Gallardón se mantuvo en la reserva para cuando conviniera modernizar el partido. ¡Aires liberales y centristas para el PP, de la mano de Ruiz Gallardón! Sin embargo, su padre – un franquista confeso – ya nos lo había advertido: “Si ustedes creen que yo soy de derechas, esperen a ver a mi hijo”. Pues bien, ya lo hemos visto, como presidente de la comunidad de Madrid, alcalde de la ciudad y ministro de justicia. El culmen de su lamentable trayectoria lo constituye ese proyecto de ley del aborto que, según sus palabras, “será la ley más progresista que haya aprobado el gobierno y la aportación más importante que dejaré tras mi paso por la política”. ¡No se moleste en aportar nada más, señor Gallardón! ¡Quédese en casa!
Con motivo de sus últimas apariciones públicas, la prensa e internet le han dedicado multitud de artículos, muchos de ellos insultantes. Yo mismo podría estirar la cuerda y establecer dolorosas comparaciones entre Gallardón y los vengativos personajes que interpretaba Vincent Price en la pantalla. Los dementes de Price siempre argüían extraños motivos para torturar a sus víctimas. ¿Cuáles son los suyos, don Alberto?
No quiero insistir en la vía de la descalificación. Prefiero gastar mi tiempo en dejar constancia de los principios básicos del liberalismo político, algo que puede ayudar a que nuestro ministro reconsidere su actitud. Me centraré en el padre del ideario liberal, el filósofo y economista inglés John Stuart Mill que, en su ensayo Sobre la libertad (1859), recomienda que el Estado no se entrometa en la vida privada de los ciudadanos, sobre todo en asuntos que sólo a ellos les conciernen. ¿Lo entiende, don Alberto? (Si me dirijo a usted y no al cardenal Rouco es porque, en general, la jerarquía eclesiástica no presta atención a las ideas que puedan poner en crisis sus convicciones, y más si se trata de las ideas de un ateo como Stuart Mill. A pesar de lo cual, o quizá precisamente porque era ateo, supo defender posiciones humanitarias, empáticas y dialogantes con sus semejantes. Nada de dogmatismos. Eso es patrimonio de las religiones. Así pues, ¡atienda, don Alberto, que va por usted!).
Escribió Stuart Mill, al comienzo de su libro:
El objeto de este ensayo es el de proclamar un principio muy sencillo encaminado a regir de modo absoluto la conducta de la sociedad en relación con el individuo, en todo aquello que suponga imposición o control, bien se aplique la fuerza física, en forma de penas legales, o la coacción moral de la opinión pública. Tal principio es el siguiente: el único objeto que autoriza a los hombres, individual o colectivamente, a turbar la libertad de acción de cualquiera de sus semejantes, es la propia defensa; la única razón legitima para usar de la fuerza contra un miembro de una comunidad civilizada es la de impedir perjudicar a otros; pero el bien de este individuo, sea físico, sea moral, no es razón suficiente.
Quizá convenga aclarar que cuando Stuart Mill habla de usar la fuerza para impedir perjudicar a otros se refiere a evitar el daño contra otros miembros activos de la sociedad, contra ciudadanos y personas, y no contra los óvulos fecundados, que pertenecen a otra categoría. En todo lo demás, el Estado debe inhibirse, pues:
Ningún hombre puede ser obligado a actuar o abstenerse de hacerlo, porque de esa actuación o abstención haya de derivarse un bien para él, porque ello le ha de hacer más dichoso, o porque, en opinión de los demás, hacerlo sea prudente o justo. Estas son buenas razones para discutir con él, para convencerle o para suplicarle, pero no para obligarle o causarle daño si obra de manera diferente a nuestros deseos. (…) Para aquello que no le atañe más que a él, su independencia es, de hecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su cuerpo y su espíritu, el individuo es soberano.
En román paladino, don Alberto: si la realización de una acción (el aborto voluntario, pongamos por caso) sólo afecta al individuo que lo ejecuta, la sociedad (la ley) no tiene derecho alguno a intervenir, incluso aunque crea que el ejecutor de la acción se está perjudicando a sí mismo. Sospecho que la mayoría de su partido ignora la dimensión práctica de estas ideas, porque no hacen otra cosa que inmiscuirse en la vida privada de los demás. Por eso les recomiendo que lean a Stuart Mill y quizá así acaben comprendiendo por qué un liberal no puede dedicarse a ilegalizar el aborto, condenar el matrimonio homosexual, el consumo de drogas o la eutanasia. Esas prohibiciones sólo preocupan a los dogmáticos, ¡y ustedes son liberales!