Si quisiera citar a Sócrates en esta “Casa de citas” lo tendría difícil. Todo el mundo sabe que Sócrates no escribió nada, a pesar de que se pasó la vida hablando por los codos, como atestiguan Platón y Jenofonte, que sí escribieron. Según ellos, Sócrates fue un tipo que no callaba por nada ni ante nadie, salvo cuando se le iba el santo al cielo y se quedaba colgado de su voz interior, una especie de demonio o divinidad íntima que le orientaba a actuar, le prohibía ciertas cosas y le incitaba a otras. Esa dimensión mística de Sócrates hace de él una especie de hechicero, un sabio charlatán emparentado con otros grandes iniciados del pensamiento y la religión: Pitágoras o Jesucristo, por ejemplo.
Trabé contacto con Sócrates cuando estudiaba primero de Filosofía en Castellón, hace ya mucho tiempo. Me lo presentó un profesor de griego, barbudo él y amante de la música antigua, que nos incitó a leer el Critón de Platón en la versión bilingüe de Clásicos Políticos. Éste es uno de los pocos libros de aquella época que aún conservo, como también conservo los vinilos que compré bajo su supervisión (Vihuelistas Españoles del siglo XVI, Cancionero de Upsala, Monodia Cortesana Medieval, entre otros). Creo que se apellidaba Paniagua, pero ignoro si tenía alguna relación con los músicos de Madrid: Eduardo Paniagua, especialista en música medieval española, Luis Paniagua, cuyas fusiones musicales no respetan épocas ni geografías, o Gregorio Paniagua, quizá el más rarito y experimental de los tres. Con el tiempo recuperé la afición por la música antigua de la mano de Jordi Savall, pero nunca se repitió la emoción de entonces, cuando escuchábamos las Cantigas de Alfonso X en el despacho de nuestro profesor. Un buen catálogo de discos, un amplificador de 100 vatios y unos altavoces descomunales vestían el espacio conventual que habitaba nuestro Sócrates particular. Por aquel entonces, todos deseábamos llegar a ser tan barbudos, competentes y socráticos como el profesor Paniagua. Aquellos fueron los días del esplendor en la hierba y nada nos parecía banal porque todo era nuevo y comprometido. Muchas personas, libros, discos y películas de aquella época todavía alimentan mi visión del mundo y mi tocadiscos.
“Oudamos, ara dei adikein”, tronaba el profesor desde el fondo del aula, y todos asentíamos con Critón que de ninguna manera se podía obrar injustamente. Había que obedecer a la Justicia, con mayúsculas, porque la verdadera justicia es única, idéntica a sí misma y eterna. La Justicia es una emanación de los dioses. O al menos así lo decía Platón por boca de Sócrates, y lo recitaba Paniagua con voz grave y sonora. En aquellas clases no sólo aprendíamos griego, sino también un enfoque ético de la política y una cierta elegancia en el hablar. Siguiendo el ejemplo de Sócrates denunciábamos la corrupción de la vida pública y aprendíamos a ser idealistas. Continuamos siendo una generación que cree en la posibilidad de la justicia: que lo bueno no tiene por qué coincidir con lo existente, que hay un “más allá” ético por el que vale la pena pelear.
Otro contemporáneo suyo, el comediógrafo Aristófanes, nos presenta un Sócrates completamente distinto. En la comedia Las Nubes, Sócrates aparece dirigiendo una ridícula academia de filósofos (un “caviladero”) donde, además de venerar a las nubes como si fueran divinidades, enseña a sus alumnos la técnica “para defender las opiniones falsas como si fueran verdaderas”. Ésta es una tarea que la tradición atribuye a los sofistas. Hay que leer Las Nubes para tomar conciencia de esa otra dimensión del personaje: según Aristófanes, Sócrates no fue sino un sofista más, un maestro de la “manipulación” cuyas enseñanzas ponían en peligro la moral tradicional. Frente al argumento mejor, que da soporte a la antigua educación, en el caviladero de Sócrates se puede aprender el argumento peor, “el que enseña a discursear, dota a los alumnos de una lengua afilada y los convierte en sofistas”. ¿Y qué demonios hacían los sofistas para convertirse en una amenaza para la sociedad de Atenas? Fundamentalmente, repartir butano antes de que se inventara la bombona.
Los sofistas fueron un colectivo disolvente, pero no formaron un grupo organizado ni constituyeron una escuela filosófica. Más bien coincidían en su actividad pública y objetivos: educar a los jóvenes atenienses en la retórica, enseñarles a discutir, argumentar y rebatir a los demás, con el fin de imponerse y dominar en los asuntos privados y públicos. Los sofistas, cada uno a su manera, cuestionaban el valor absoluto de las leyes: “si te ven, estás perdido —decía Antifonte—, en cambio, si no te ven, puedes saltarte las leyes de la ciudad cuando quieras, pues son convencionales”. Esto es lo primero que debe saber quien quiera dedicarse de lleno a la política. En la misma línea, el sofista Trasímaco decía que “la justicia no es otra cosa que la ventaja del más fuerte”, afirmación que resulta un poco inquietante si perteneces al grupo de los debiluchos. Sócrates, por el contrario, defendía una concepción trascendente de la justicia. Aunque sólo sea por eso, el Sócrates de Platón no debería ser considerado un sofista, diga lo que diga Aristófanes. Frente al relativismo de Protágoras o el nihilismo de Gorgias, Sócrates defendía el valor absoluto de la Verdad, la Justicia o el Bien.
Por lo que cuentan de él, nuestro filósofo sabía muchas cosas, aunque aparentaba no saber nada: “yo no sé, tú sabes”, solía decir cuando se enfrentaba a la sabiduría ajena. El siguiente paso consistía en demostrar que quien aparentaba saber, en realidad, no sabía nada, y quien decía no saber, era el más sabio: ¡al menos Sócrates sabía que no sabía! Esta actitud irónica, que sus conciudadanos consideraron burlona, le convirtió en un individuo antipático para su ciudad. “Soy el tábano que Atenas necesita”, dijo Sócrates cuando le preguntaron por su misión. En realidad no hizo otra cosa durante toda su vida que promover entre quienes le escuchaban el conocimiento de sí mismos y el cuidado de sus almas, según cuenta Platón.
Muchos de sus conciudadanos, hartos de ser interpelados y ridiculizados por Sócrates, le acusaron de corromper a los jóvenes y de inventar nuevas divinidades, y lo llevaron a juicio. Pero nuestro charlatán no supo defenderse de la manera adecuada y enarboló un discurso altanero que multiplicó la aversión que los jueces sentían hacia él. Así que no tuvieron más remedio que condenarle a muerte bebiendo la cicuta, que era una forma de ejecución habitual en aquella época (399 a. de C.).
He aquí una muestra de sus palabras, tal como las recoge Platón en su Apología:
“Si me matáis, difícilmente encontraréis otro hombre como yo, a quien el dios ha puesto sobre la ciudad como el tábano que se posa sobre el caballo, remolón, pero noble y fuerte, que necesita un aguijón para arrearle. Así, creo que he sido colocado sobre esta ciudad para teneros alerta y corregiros, sin dejar de estimular a nadie, deambulando todo el día por calles y plazas. Un hombre como yo no lo volveréis a encontrar, atenienses, por lo que, si me hicierais caso, me conservaríais. Si, enojados y como sobresaltados por el aguijón de un molesto tábano, me matáis impulsivamente de una fuerte palmada, pasaréis el resto de vuestra vida tranquilos sin que nadie perturbe vuestros sueños, a no ser que el dios, preocupado por vosotros, os mande a otro como yo”.
Según Platón, si Sócrates no construyó un discurso hábil para exculparse fue porque obedecía a su voz interior, ese daimon que le obligaba a cumplir las leyes y ser coherente con lo que había defendido durante su vida. Aunque tampoco le importaba mucho morir. Sócrates estaba convencido de que tras la muerte le esperaba otra vida mejor, “rodeado de sabios y hombres buenos, en el Hades”. Así pues, aceptó la condena y se bebió la cicuta sin poner mala cara, rodeado de sus discípulos hasta el final, hablando de la justicia, la amistad o la supervivencia después de la muerte.
Por su parte, Jenofonte, subraya la dimensión más humana de nuestro personaje y explica que Sócrates eludió defenderse con efectividad porque albergaba el íntimo deseo de morir y ahorrarse los achaques de la vejez, pues rondaba ya los setenta años. Y así lo hace saber a quienes le acompañaron tras haber sido condenado, tal como escribe en su Apología:
“¿Qué es eso? ¿Ahora lloráis? ¿Es que no sabéis hace tiempo que, desde que nací, la naturaleza me tenía condenado a muerte? Pero, además, si muero prematuramente en medio de un torrente de bienes, es evidente que tanto yo como mis amigos nos debemos lamentar; pero si libero mi vida de las dificultades que me esperan, creo que todos vosotros debéis alegraros porque soy afortunado”.
Aceptando su condena sin aspavientos, el charlatán de Atenas se convirtió en héroe y mártir de la razón, una interpretación que fue válida en Occidente mientras la razón estuvo bien valorada. Hoy suele interpretarse la muerte de Sócrates como un símbolo de la incapacidad del hombre para comprender los misterios de la muerte, y su “martirio” como una estratagema para perseverar en la historia. En opinión de Foucault, Sócrates eligió morir para llegar a ser él mismo y mantener vivo su prestigio. Según el filósofo francés, la cicuta hizo grande a Sócrates.
Llegados aquí, cabe preguntarse quién fue verdaderamente Sócrates o qué dijo en realidad, como si estas preguntas pudieran responderse. Se trata de preguntas capciosas porque presuponen que el filósofo ateniense no cambió jamás y suponen también que su discurso fue una prédica fija y bien perfilada, sin variación alguna y susceptible de una única interpretación. ¿Sabio o ignorante? ¿Irónico o grave? ¿Farsante o sincero? ¿Y por qué no admitir que Sócrates fue un poco de todo, como cualquier hijo de vecino?
Si dejamos de lado su papel de héroe y mártir, ¿qué nos queda del charlatán individualista y crítico? Algunos lo han interpretado como el villano de la historia y otros han visto en él un santurrón al que habría que venerar. Nietzsche pertenece al primer grupo. Erasmo de Rotterdam, por el contrario, se santiguaba cada vez que concluía la lectura del Fedón, donde Sócrates argumenta a favor de la supervivencia después de la muerte. Erasmo leía el Fedón y musitaba: “Sancte Socrates, ora pro nobis”. De otra opinión fue J. Matthias Gesner, filósofo y erudito alemán, que transformó la frase de Erasmo en un Socrates sancte paederasta (1769).
Por su parte, Nietzsche identifica a Sócrates con el veneno nihilista que ha emponzoñado el pensamiento occidental, pues quien dice “la vida no vale nada” (y Sócrates prefirió morir a seguir vivo) está afirmando que él no vale nada, y al desvalorizar la vida muestra su propia decadencia. Sócrates es, para Nietzsche, “el gran embaucador” que engaña al mundo dando prioridad al orden frente al caos, a la razón frente al instinto, a la virtud frente a las pasiones. En El crepúsculo de los ídolos (1889), Nietzsche escribe: “He dado a entender con qué fascinaba Sócrates: parecía un médico, un salvador. ¿Es necesario subrayar su fe en la racionalidad a toda costa?”. Hay que hacer notar que para el filósofo alemán la racionalidad constituye un camino errado: ni conduce al conocimiento (la vida es un valor superior a la verdad), ni a la virtud verdadera, que es la virtud de los fuertes, ni a la auténtica felicidad, que no es otra que la liberación de los instintos: el placer asociado a la fuerza vital.
Nietzsche llega a insinuar un poco más allá que quizá Sócrates ni siquiera fue un griego auténtico, dada su fisonomía:
“Sócrates pertenecía por extracción a la clase más inferior de todas: Sócrates era chusma. Sabemos, podemos incluso ver, lo feo que era… ¿Era Sócrates realmente griego? (…) Los antropólogos entre los criminalistas nos dicen que el criminal típico es feo: monstruoso de aspecto y monstruoso de ánimo. ¿Era Sócrates un criminal típico?”.
Por el contrario, en otros lugares, el filósofo alemán confiesa su admiración por Sócrates: un personaje “que me resulta tan cercano que casi siempre estoy luchando contra él”. Es cierto que son escritos de juventud, pero ponen de manifiesto que a Nietzsche le hubiera gustado emular a Sócrates, del que admiraba su ironía y su carácter impredecible. En Humano, demasiado humano (1878), compara a Jesucristo con Sócrates y admite que “Sócrates supera al fundador del cristianismo por su gravedad alegre y su sabiduría irónica. Y además era más inteligente que él”.
Todas esas versiones de Sócrates han desfilado por mis clases de filosofía, a lo largo de más de treinta años de docencia, sin saber nunca a ciencia cierta con cuál quedarme. Al principio, influido por el profesor Paniagua, me incliné por el Sócrates platónico y creí en su prédica dogmática, sin caer en la cuenta de que su crítica al orden establecido tenía el trasfondo aristocrático, tradicionalista y autoritario de Platón. Seguramente Sócrates combatió la democracia y defendió el régimen espartano, y no fue sólo la figura paternal, sabia y benévola que sufrió martirio a causa de sus ideas. Luego caí en las redes de los sofistas y de su atractivo relativismo; incluso milité en las filas francas y salvajes de los cínicos, en quienes reconocía mi rechazo íntimo hacia la civilización, su denuncia de la hipocresía y ese valor de decirlo todo a la cara, aunque no guste, aunque provoque enfado. Con el tiempo descubrí que el rechazo a la ley puede deshumanizarnos y que el sueño de la animalidad deviene en barbarie.
Dando tumbos desde Platón a Nietzsche he alcanzado cierta perspectiva. Digámoslo francamente y con brevedad: Sócrates continúa siendo un misterio para mí y creo que lo será siempre. Quienes hablan de él, no explican lo que fue ni lo que dijo, sino que nos hablan de sí mismos y de su visión del personaje. Hay un Sócrates disponible para cada idiosincrasia. En el libro de Taylor El pensamiento de Sócrates (1961), que he releído estos días para preparar esta “Casa de citas”, he encontrado la confirmación de una sospecha: hubo muchos Sócrates, como hay muchas caras en un poliedro, sólo que en Sócrates cada una de esas caras evolucionó a lo largo del tiempo. Y así evolucionaron también sus intérpretes, exégetas y críticos. ¿O es que alguien pensó que Sócrates pudo ser y pensar lo mismo a lo largo de toda su vida? ¿O es que quizá Erasmo o Nietzsche no cambiaron de opinión sobre el personaje? Todo cambia, todo evoluciona, como nosotros mismos, como el profesor Paniagua, como esos otros Paniagua de Madrid que crean, interpretan o fusionan músicas a trompicones, siguiendo los avatares de sus vidas. Al final, tendremos que aceptar que no hay verdad absoluta o que nunca podremos dar con ella, y que es mejor conformarse con buscarla: un trayecto incierto y sin final. Pero eso sí, acompañados por una buena colección de discos y un buen equipo donde escucharlos.