El primer Ramón que entró en mi vida no lo hizo por los ojos, sino a través de los oídos, mientras escuchábamos en casa la sexta canción del tercer álbum de La Trinca. Pasado el tiempo, me vi en la paradoja de tener que deducir que la criada de El Senyor Ramon, a falta de ser puta, debía de llamarse Ramoneta. ¿Era tal vez su sobrina? La imaginaba valenciana, morenita y, desde luego, mucho más joven que la Laieta, que era la esposa recurrente de otro Ramon —esta vez humorista y también sin acento— que acabaría recabando cierta popularidad gracias a sus actuaciones en el Filiprim, el primer concurso carismático de la televisión catalana. Aunque nosotros a Ramon ya lo conocíamos desde hacia no menos de un lustro, porque mi padre se había ido agenciando las cintas con sus chistes, que no solían encontrarse en las gasolineras, sino en grandes almacenes como Europrix. Allí también consiguió los casetes de algunos de los humoristas más lamentables que jamás he escuchado. Se llamaban Florenci, Magí y cosas así. Florenci, pongamos por caso, contaba sus historias arropado por las risotadas deficientes de dos señoras en las que siempre quisimos reconocer a su madre y a una tía coñona. Logró, no obstante, que me riera un rato tonto al escucharle un chiste sobre cierto señor que, al cabo de veinte años de haber visitado por única vez una sombrerería, volvía al negocio y decía: “Ja torno a ser aquí!”, un poco al estilo Tarradellas. Era, en todo caso, peor que El Chufo, del que gané un LP en una tómbola de la feria del barrio. A lo largo de los surcos negros se iban sucediendo chistes y canciones de desconcertante pelaje, una herencia de la carpa de variedades que también se dejaba sentir en las primeras grabaciones de Eugenio, en las que combinaba sus ocurrencias con rancheras y boleros cantados a dúo junto a su primera esposa. Por entonces, un caimán hormonado llamado Ramón empezaba a cebarse con carne canina y humana en las cloacas de Chicago, listo para hacer saltar la calzada y salir a la superficie. En mi calle, lo más que nos encontrábamos, además de chuchos y mininos, eran cabras, vacas, conejos, gallinas, caballos y burros. Sobre todo burros. La gitana más guapa del vecindario se llamaba Ramona y poco tenía que ver con la canción de Postigo y Esteso. Sus padres se instalaron durante los últimos años de su vida en una casa estrecha, desconchada y con problemas de techumbre que había en la calle de al lado, justo delante de la vaquería. Para trabajar, el marido se hizo con un burrito. Pero era tan poca su fe en la vecindad que lo ataba, cada noche, con varios nudos a un árbol sembrado entre parterres. Una noche de tormenta, el animal trató de zafarse de las ataduras para huir de los relámpagos, pero sólo consiguió hacerlas cada vez más estrechas y amaneció estrangulado. No sé qué hubieran observado al respecto los dos Ramones literarios, probablemente terminarían por darle la razón —con distintas razones— a las Corrandes de l’exili, que escribió Pere Quart —después de subir otro burro al balcón del ayuntamiento— y cantó Ovidi Montllor, dando por bueno eso de que “com el Vallès no hi ha res”. Aunque debo confesar que el primer poema cantado que escuché de Joan Oliver fue Decapitació XII, que abría mi disco predilecto de Ramon Muntaner. Terminaba con los versos: “ocell refet, canta, cínic, avui, la llibertat decapitada”. La libertad sin cabeza es lo que a algunos más les interesa, para no tener que dar —como nosotros aquí— demasiadas explicaciones. Ramón —el novio de la hermana de la novia de un amigo— quería construir un ovni en su garaje, para plantarse a hurtadillas en Montserrat, el once del mes, y darle un alegrón a los ufólogos montañeses. También se le había metido en el coco fabricar explosivos con Colacao y demás potingues domésticos. No intimamos demasiado. La última vez que me lo crucé fue al salir de ver una jungla de cristal, con la voz de Ramón Langa retumbándome en los sesos. ¿Quién me iba a decir que acabaría encarnándose en Blasco Ibáñez? Nadie, porque lo que yo quería era Luz de luna, El Cabrero y sus cantes. Tiré p’al monte montado en un fandango y eché unas carreras.