“¡Mátalo! ¡Mátalo!“
Un grupo humano aterrador se arremolina y pide a gritos que se acometa la pena capital. Son juez y jurado, pero sobre todo espectadores interactuando con la cruda realidad.
“¡Mátalo! ¡Mátalo!“
Más que gritos son rugidos. En el suelo hay un viejo medio borracho que alza la mano para frenar los impactos. Frente a él, a un metro, una vieja le lanza con furia botellines de cerveza que se estrellan contra el suelo.
“¡Pero mátalo ya, vieja!“
La escena, tremenda, tiene lugar en la calle Marqués de Barberà, muy cerca de su cruce con San Ramón. El corazón del Barrio Chino a finales de los 80. La selva. El infierno. Por ahí me interno con mi colega canario. Noto mis huevecillos encogidos como si fueran de colibrí. Salva ejerce de guía porque vamos a su nuevo piso. Lleva ya unos cuantos años en Barcelona, pero ahora anda en una etapa en la que si estira un poco la transferencia paterna le llega para más drogas, así que se ha alquilado un cuchitril en ese cruce maldito, nada menos, porque es lo más barato que ha encontrado.
Salva me alerta mientras avanzamos hacia el portal.
“Cuidado, que veo que por ahí vienen los gitanos. Ni los mires.“
Cambiamos de acera pero no puedo evitar mirarlos por el rabillo del ojo. Son dos seres larguiruchos, pálidos y escuálidos. Casi diría que flotan entre la muchedumbre, ángeles del mal oteando como halcones. Diablos de la miseria.
“Esos dos son muy chungos, sobre todo si van con el mono.“
La advertencia de Salva ha puesto todos mis sentidos en alerta, aunque intento contener el pánico. Luego pienso que no sé si era puro teatro para meterme más miedo en el cuerpo, si era para que no le vieran con un pardillo o por protegerme, porque es obvio que aquí canto como una almeja. Un veinteañero regordete, fofo, alimentado y con cara de buena persona. Carne fresca y tierna para los caníbales de Barcelona.
En los 80, la calle San Ramón, en el tramo que va de Marqués de Barberà a Sant Pau, es uno de los lugares más peligrosos de la ciudad, de eso no hay duda. El corazón de un Barrio Chino degradado por las drogas y la miseria; de hecho, su misma condición de epicentro de la mala vida es un legado, una mala herencia. En realidad, cuando los bajos fondos de la ciudad fueron bautizados popularmente con ascendente oriental —aunque chinos pocos hubo— su corazón era otro, unas cuantas calles más abajo, el Arc del Teatre en su cruce con el carrer Migdia, que ahí mismo perdía su nombre y lo poco que le quedaba de vergüenza para convertirse en Arco de Cirés, que al parecer era la cosa más inmunda del mundo. Así lo atestiguan las crónicas y su sobrenombre popular, el carrer de les baralles, es decir, la calle de las peleas. Una calle con alias, ahí, generalizando.
De esa calle queda un testimonio visual sorprendente en la película francesa La bandera (Julien Duvivier, 1935). Un Jean Gabin en fuga cruza los Pirineos y se instala en Barcelona. Enseguida se alistará en la legión española y se irá a guerrear a Marruecos, pero durante quince minutos el Barrio Chino es su refugio. Una habitación de mala muerte en Arco de Cirés que pinta igual de inmunda que la de mi amigo canario, con vistas a una marabunta hambrienta y criminal. En su estancia en la ciudad, el fugitivo visita un par de cabarets y sorprende ver que por ahí danzan mujeres con los pechos al aire y pululan amanerados señores disfrazados de flamenca con el vicio en la mirada.
Con un poco de suerte, la escena está rodada en La Criolla, cabaret canalla de fama internacional. Muy cerca, en la misma calle Cid, se encontraba también la sala de baile y meublé para invertidos, todo en uno, conocida como Can Sacristà. Durante la Primera Guerra Mundial Barcelona, y esta zona en concreto, se había convertido en la capital europea de los espías y el consumo de cocaína; luego la locura de los años 20 hizo el resto. La zona se convirtió en destino turístico de escritores y bohemios de medio mundo, especialmente franceses, y eso explica que Jean Gabin se refugiara en esas calles para dar lustre a la película. La marca Barcelona no nació en las Olimpiadas.
Hoy me he ido paseando hasta la calle Cid. Me he detenido allí y he extendido los brazos para empaparme de sus fantasmas, pero ya no queda ninguno. Ni rastro de su gloria sinvergüenza. Ha pasado demasiado tiempo desde que los bombardeos de la Guerra Civil se cebaron con ella y con el viejo Barrio Chino, convirtiendo en ruina La Criolla y las casas de lenocinio. No se reconstruyó hasta los años 50, con una operación de ingeniería urbana, la primera, que convirtió en avenida las estrechas calles del Migdia y Arco de Cirés, dejando sin refugio a gabachos fuera de la ley como Jean Gabin.
Prosigo mi paseo y me acerco a la Calle de las Tapias. En el documental El alegre Paralelo (E. Ripoll y J. M. Ramon, 1964) hay unas imágenes terribles de esa calle, penúltima estación de las putas veteranas. En su inicio, donde hace esquina con el Paralelo, estaba Studio 54, la discoteca que en los 80 acogió estupendos conciertos y era frecuentada por un público siniestro y afterpunk. Fui muchas veces y siempre me detuve a mirar con respeto la calle de las Tapias, oscura, tenebrosa, mal iluminada. Nunca dudé de que aquello era la boca del lobo. Se notaba en el aire. Hoy paseo por allí y no percibo nada, y donde estuvo el meublé más transitado de España hay un local de alquiler de bicicletas para turistas. Así está la cosa.
Por Tapias llego a la Rambla del Raval, otra operación urbana, olímpica en este caso, que liquidó las calles Cadena y San Jerónimo. Siempre relacionaré esta última con mis porros de juventud. Costo de San Jerónimo, bienaventurada mandanga que algún colega había obtenido internándose en la jungla del Barrio Chino. Esa es otra, la batalla de los nombres. Les juro que lo de El Raval no lo escuché casi nunca y hoy es epítome de la Barcelona multiculti. A mí me suena a eufemismo.
Al final llego a mi destino, que es, claro, la esquina de San Ramón con Marqués de Barberà, allí donde vivió mi colega canario. Busco la portería pero no puedo reconocerla del todo. El recuerdo es el de algo decrépito y no encuentro nada similar. Escaleras con lepra y tiña que daban a una cueva abombada por el peso y la humedad, con vigas de madera carcomida y pintura que se cae a trozos. Desde la ventana se veían los patios interiores de vecinos pintorescos. Familias gitanas que se insultan mientras cantan rumbas de Los Chichos, travestidos colgando bragas de señora María y un huerto con un par de heroinómanos bombeándose la vida mutuamente.
Hoy es primera hora de la tarde y por la calle hay cuatro putas gordas en la acera de la sombra, así que circulo por el sol. Supongo que no he cambiado tanto y que sigo guardando respeto a la leyenda aunque ahora la calle se me antoja desértica y pacífica. Ya no hay aquella muchedumbre de mirones ni la legión de putas viejas y gordas o flacas y yonquis. No hay negros con papelinas de heroína en la boca, los llamados príncipes negros, ni gitanos de la muerte. Nadie grita “¡Mátalo! ¡Mátalo!“.
Para acabar la excursión, me acerco hasta San Pau para ver el ambiente de la calle Robador. Quizá sea el último bastión de esa Barcelona dura y ruin. Resiste porque en sus esquinas las mujeres se han dedicado a comerciar con su cuerpo desde la Edad Media, así que erradicarlas es una lucha contra la historia. Ahora hay media docena mal contada de meretrices latinas. Se las ve desganadas, y eso que afrontan su última batalla. Allí mismo han levantado la nueva Filmoteca de la Generalitat, recién inaugurada y aún reluciente. Es el último capítulo de un asedio y derribo del Barrio Chino que empezó con las bombas franquistas, continuó con las Olimpiadas y que para rematar acude a los cinéfilos militantes. Para celebrarlo, este verano dedican un ciclo al barrio. Una de las películas programadas es, precisamente, La bandera, esa en la que Jean Gabin se refugiaba entre la mugre de Arco de Cirés. En un momento del filme un delincuente de la zona le advertía: “En Barcelona has de desconfiar de todos“. Contaba el escritor Avel·lï Artís Gener “Tísner” (1912-2000) que un día estaba en una tienda cuando entró un turista preguntando por el Barrio Gótico. Nadie supo responder hasta que el tendero exclamó: “Sí, hombre, ese barrio que están construyendo al lado de la catedral“. En Barcelona, es cierto, has de desconfiar de todo, hasta del pasado.