La casa de mi abuelo sigue siendo un escenario recurrente en mis sueños. Me cuelo en ella sin que lo sepan sus propietarios actuales, cuando sé que están ausentes, y recorro sus pasillos, repaso las estanterías, contemplo la ciudad desde su altura privilegiada, busco arcones llenos de libros. No soy prudente y peco en la reiteración de las visitas, así que siempre me acaban pillando. Los nuevos dueños me regañan y amenazan, aunque saben que no entro a robar sino a recordar. Ando buscando fantasmas poderosos que habitan en aquel enorme sobreático del Ensanche barcelonés. Los inquilinos me toman por un loco, me consideran un incordio inesperado, una molestia que requiere aumentar aún más la seguridad, exigir mayor vigilancia al portero. Pero en mi infancia desparramé demasiadas improntas en los pasillos solitarios y las frías habitaciones de aquel piso de casi cuatrocientos metros cuadrados; así que regreso una y otra vez y nada podrán hacer porque acudo en sueños y la visito como un fantasma, porque soy un fantasma más.
Sé que volveré a escribir sobre esa casa, no podré evitarlo. Fulcanelli especuló con el misterio de las catedrales y dio sin querer con el influjo atávico de nuestras guaridas, pero no es necesario ponerse esotérico. Las casas, con sus cuatro paredes, nos acogen y se empapan de humanidad, especialmente cuando hay humedades. Y todo eso chorrea y con los años llega al subsuelo. Traspasa cimientos, cañerías, túneles de metro, ruinas antiguas, cloacas y al final se deposita en ríos subterráneos.
De pequeño, viajar en metro me resultaba una experiencia mágica y misteriosa. Descendía al subsuelo por la parada de los ferrocarriles de Provenza, una estación que hoy recuerdo gris y antigua, casi una ruina como la que se encontraba James Franciscus en Regreso al planeta de los simios. Mi mirada se perdía observando la boca del túnel, queriendo ir más allá de la oscuridad hasta que se iluminaba con la llegada del tren. Luego viajaba en el vagón con la cara enganchada a la ventana, a la caza de los cráneos incrustados en las paredes que sólo podían verse durante un instante. Yo los veía.
Hoy me fascina saber que las ciudades están construidas sobre otras ciudades más viejas. Las ruinas de los antiguos emplazamientos nunca están a ras de tierra sino enterradas a varios metros. Las ciudades crecen encima la una de la otra, y los escombros, la mierda que vamos dejando, se solidifica y apelmaza, garantizando casi siempre que los derrumbes no sean generalizados. En el segundo piso subterráneo del parking donde dejábamos el coche hasta hace dos días, en la parte más baja de las Ramblas, cerca de Arc del Teatre, mi mujer y yo descubrimos al fondo una serie de columnas y arcos con bajorrelieves repintados de blanco y rojo, colores de toda columna sita en un garaje. Preguntamos a los vigilantes y nos dijeron que sí, que al parecer el parking está construido donde antaño hubo un monasterio y que aquellas columnas se corresponderían con el viejo claustro. Lo sorprendente es que ese claustro estuvo, en su momento, a ras de tierra. Hoy está sepultado, al menos cinco metros bajo tierra. Las ciudades, como digo, no se derrumban, sino que se apilan las unas encima de las otras.
Barcelona se encaja entre dos ríos, Besos y Llobregat; y aunque Javier Pérez Andújar diga que eso la convierte en una ciudad sin río, a cambio la surcan corrientes subterráneas, que fluyen por debajo de las viejas ciudades sobre las que se alza la ciudad actual y por debajo de los túneles de metro con sus calaveras incrustadas. En algún sitio leí que los romanos se instalaron en Barcelona por esas aguas, a las que atribuían poderes mágicos. Se dice que donde hoy está el Moll de Fusta desembocaba un riachuelo antaño habitado por una bestia marina, y que los romanos construyeron sus termas un poco más arriba, en la calle Banys Nous. Un vecino de esa calle me confirma la existencia de esa corriente subterránea porque de tarde en tarde, cuando baja crecida, les inunda el sótano y la portería. No es agua que entre del exterior por la lluvia, sino que mana del interior de la tierra. Los técnicos del alcantarillado les confirmaron el dato: no es agua de las cloacas porque por allí no pasa ninguna, es la anciana agua de las termas, cada vez más profunda, que a veces pide paso. Trazo una línea invisible entre las termas de Banys Nous y la vieja desembocadura del Moll de la Fusta y descubro que ese caudal enterrado pasa por debajo de la casa donde vivo, donde estoy escribiendo esto. Es un dato importante porque hoy voy a descubrir los lazos que me unen a estos ríos subterráneos.
Leo en la prensa que el Ensanche flota sobre un mar de cocaína. Es el resultado que arroja un estudio de los acuíferos subterráneos de la ciudad. En el Paralelo el rastro es de éxtasis, en San Adrián de metadona y en el Ensanche de cocaína. Ese mapa subterráneo de la ciudad coincide con su topografía social y el sentido común otorga validez al estudio científico. Puedo ver a los pastilleros en sus coches tuneados circulando por el Paralelo y a los yonquis bajo los puentes del Besós; y el nivel económico del Ensanche cuadra con drogas de mayor estatus social. Pero hay un dato sorprendente: hay un lugar donde los niveles de cocaína ofrecen mediciones inauditas. Si la media del Ensanche es de 3,2 nanogramos por litro de agua, en el acuífero subterráneo situado bajo la esquina de la calle Mallorca con Enrique Granados la medición indica 60 nanogramos de cocaína sin metabolizar. “Es como si alguien se hubiera dedicado a arrojar por el váter grandes cantidades de esa droga“, apunta uno de los investigadores, que luego también explica que la cocaína es la droga que más tarda en disolverse, que su rastro permanece durante años.
La casa de mi abuelo, esa que visito como un fantasma por las noches, se alza en la esquina de Mallorca con Enrique Granados, justo encima de ese gran acuífero subterráneo cubierto sobre una espesa capa de farlopa. Ahí está de nuevo mi lazo con las aguas del centro de la Tierra, y explica también el poder sobrenatural de ese edificio sobre mi persona. Le comento el dato de la droga a mi madre. “Mira, mama, la casa del avi flota sobre un lago de cocaína.” Especulamos sobre el tema. La prensa lo achaca a los bares nocturnos que han proliferado en la zona, pero no nos lo creemos. Más sospechosa nos parece la comisaría que hay en los bajos del edificio, que durante mucho tiempo centralizó la lucha contra el tráfico de estupefacientes. Puedo imaginar a la policía tirando por el desagüe la droga confiscada, haciendo desaparecer pruebas incómodas. La relación está ahí, podría explicarlo todo. Mi madre aprovecha para recordarme que esos bajos policiales habían sido antes las oficinas de los negocios de mi abuelo, y que cuando se construía el edificio se encontraron dos cadáveres. Mi abuelo, que al ser uno de sus inversores supervisaba la obra, ordenó guardar silencio. Así que los dos cuerpos fueron engullidos por el cemento. Mira, dos fantasmas más rondando por el edificio.
Mi madre también me comenta que no hace mucho se encontró con un antiguo vecino que le explicó que los compradores de la casa, esa gente que en sueños me expulsa de malas maneras, habían transformado el piso en un prostíbulo de lujo, que lo habrían llenado de jacuzzis, de catres con espejos en el techo y de pequeñas piscinas en su enorme terraza; eso me cuadra con los toldos caribeños que veo cuando paso por la zona y alzo la vista hacia arriba del todo, y que también he contemplando al espiar el edificio desde lo alto con el satélite de Google Maps. Hasta ahí llega mi obsesión.
Tras la conversación con mi madre, comienzo a recordar mis visitas nocturnas con mayor nitidez. No me hacen falta llaves porque traspaso la puerta. Entro, eso sí, por la puerta de servicio y recorro la habitación donde mi abuelo se tiraba a la Macanuda, ahora convertida en sauna. Recorro flotando los pasillos y aunque las pobladas estanterías ya no están, los libros permanecen flotando fantasmales como yo. Acaricio sus lomos con mis dedos mientras avanzo hasta la gran sala. Observo las luces de toda Barcelona y me adentro en el ala sureste, con sus numerosas habitaciones. Gemidos de placer se escuchan tras las puertas cerradas. Al llegar a lo que era el despacho de mi abuelo, siempre descubro sobre la mesa bolsas de polvo blanco y generosas rayas de cocaína alineadas sobre un espejo, puestas allí para disfrute del cliente y sostén de las profesionales. Me inclino para aspirar la droga pero no puedo porque soy etéreo. El polvo sube y se arremolina, sí, pero me traspasa, flota, se esparce y desciende. Entonces me cabreo. Soy un fantasma cabreado. Agarro las bolsas de farlopa, que eso sí puedo hacerlo, y arrojo su contenido por el váter. Noche tras noche alimento el acuífero, y que se jodan los usurpadores del antiguo hogar de mi familia, que se jodan. Eso les pasa por comprar una casa llena de fantasmas.