Me paso la mayor parte del día avergonzado, encogido por terrores invisibles. Siempre hay un motivo, un pequeño-sucio-motivo-neurótico, insignificante, que me hace sentir mal, que me incomoda, que me hace no poder prestar atención a la persona que me habla. Y lo odio. Pequeñas cosas sin importancia, asuntos que la gente se ventila en un santiamén, y que en cambio a mí me generan una enorme frustración angustiosa, sudores, y unos deseos irrefrenables de saltar por la ventana. Cosas sin importancia, por otro lado. Por ejemplo, jamás llevo la barba simétrica. No lo consigo. No sé cómo la gente logra que sus barbas presenten ese aspecto tan perfecto, tan regular y uniforme. Esos bloques compactos de pelo facial, ¡cómo los envidio! A veces me paso horas viendo fotos de gente con barbas inmaculadas, en internet. Estudiando sus barbas. En mi caso, siempre hay un lado más largo que el otro. Y siempre me doy cuenta del desequilibrio ridículo en mitad de una cena romántica, o de una reunión importante, o cuando estoy frente a un extraño. Justo en el momento en el que la persona se está formando una opinión de ti, me llevo la mano a la cara, o bajo el cuello, y noto una desproporción capilar terrible, asombrosa, casi propia de un psicótico recién salido del psiquiátrico. Soy un idiota incapaz de presentarse en sociedad con los dos lados de la cara cuidados por igual. En ese momento, apresuradamente, intento taparme un lado de la barba, hacer ver que apoyo la cara sobre un brazo, pero al cabo de un rato la acción se torna misteriosa y ridícula, parezco un imbécil con la mano enganchada a la cabeza, como si intentara camuflar una trombosis repentina que me ha sobrevenido de golpe. Es entonces cuando entro en la segunda fase del terror invisible, la huida hacia adelante, y en lugar de arreglarlo como una persona normal que por cualquier circunstancia no ha podido afeitarse convenientemente, interrumpo la conversación en curso de forma abrupta para empezar a balbucear una disculpa extraña que nadie me ha exigido. Pero lo hago en un tono de voz tan bajo, y tan grave, que no se oye bien, y la otra persona no entiende nada, y frunce el ceño ligeramente, y se acerca a ti, torciendo el gesto, como pensando: “Qué dice ahora este gilipollas, habla en sirio… No sólo lleva la barba torcida sino que también se expresa de golpe en lenguaje esquizofrenés. Menudo cromo me ha tocado“. Y frente a ese comentario firme, gestual, que la otra persona realiza claramente pero sin utilizar palabras, tú le respondes con otro balbuceo incomprensible, soterrado, una voz cacofónica, tipo John Merrick el hombre elefante, un sonido, algo así como: “…uuuuuuuuahshshshhs…“. Lo odio. Estas pequeñas cosas… ¡Las odio! Doy auténtico asco. Y te vas al baño improvisando una excusa que tampoco se entiende, arrastrando una pierna, y se te cae la chaqueta al suelo, y tú huyes del acompañante —y la chaqueta— despavorido, y te refugias en el baño, te miras al espejo, y te gritas a ti mismo: “¡Qué te pasa? ¡Cuál es tu problema, hijo de puta! ¡¡Cuál es tu puto problema!!“. Y por supuesto, en ese momento entra en el baño alguien que acaba de escuchar tus gritos desde el otro lado de la puerta, y al ver que estás solo en el baño chillándole al espejo levanta una mano y sale inmediatamente, y en ese momento sabes bien que cuando salgas todos los presentes estarán informados de tu condición mental frágil, de tu absoluto desequilibrio emocional, y ya lo único que podrás hacer será huir por el estrecho ventanuco del baño, o matar a todos los que te rodean con una escobilla del váter. Y es que llegados a este punto es mejor pasar por desaparecido, o por asesino de masas, que quedar como otro idiota más con la barba asimétrica y ataques de Tourette inaudibles.