El zapatero cuelga un cartel en la luna de su zapatería que reza así: “Últimos pares”. Hasta los comercios parecen anunciar la llegada del Apocalipsis. Coincide también con que alguien me explica que para formar un corazón en internet se extiende expresión algebraica “menor que tres” (<3), como el miembro de una ecuación incompleta, de modo que uno colige que el corazón es igual a dos (últimos pares), e incluso a uno, pero el tres, también en esto, es un exceso. En el cine han repuesto Blade Runner, y yo he vuelto a verla, como si me hubiera gustado alguna vez. Hay películas que uno ve solo en el cine porque con alguien al lado serían inaguantables. Sólo oiría respiraciones, toses y extraños movimientos en la butaca de al lado. Y pronto me invadiría un sentimiento de culpa terrible por exponer a alguien a tanto dolor. A esta peli, además, las costuras le huelen a maldad, a perversión. Leo que K. Dick vio un montaje previo y pienso que quizás eso le matara. Por aquel entonces, el viejo Philip ya se había convertido en un beato auténtico y esperaba la llegada del Reino de los Cielos a la Tierra. Donó parte del dineral que le pagaron por los derechos cinematográficos de su novela a distintas asociaciones caritativas y el resto lo regaló a sus amigos. Quizás él también le vio la maldad a las costuras de el film. Quizás le podía la culpa. Tokio no está en los ángeles, ni tampoco en 2019. Usar Tokio para ambientar una distopía es de ser muy hijo de puta. Yo siento por esa ciudad lo mismo que de niño sentía por la guapa de la clase: un impulso violento, unas ganas desbocadas de golpearla para que se fije en mí. Quiero tocarla como a un piano sordo. Hay ciudades a las que miro como mujeres: creyéndolas mi último par. Sin ellas todo desaparece. Lo tengo que contar en persona. No me vais a entender aquí, leyendo esto en una pantalla de ordenador, porque mi corazón ahora mismo no es menor que tres: es una multitud de sonidos animales, un concierto de bestias, un incendio en una fábrica de armas. Mi corazón es mayor que tres y eso vosotros no sabéis cómo leerlo. Y yo no pienso enseñaros, por eso sólo lo cuento aquí: sólo te lo cuento a ti, que no me lees. Yo habría dejado caer a Rick Deckard. Su último dedo resbalando de aquella viga de acero empapada de lluvia ácida y gris. Yo no le habría salvado para que alguien escuchara mis últimas palabras. Nada de esto tiene valor y éste es el motivo último por el que me apetece hacerlo. Si todo se pierde poco importa, porque tomarse en serio lo que uno hace cuando lo que hace es escribir es no haber entendido una mierda. A Roy Batty le podía el ego. Matar es más importante y hermoso. Matar es más poético.