En una de aquellas sesiones de ensayos, y más apegado cada vez al proyecto común, Marcos hizo su primera aportación al espectáculo. Dijo que al texto le faltaba una cosa, y que la ausencia era de gravedad tan gorda como si a la obra le faltara el título. Que el montaje no iba a ninguna parte si no aparecía por algún lado la palabra mágica: dignidad.
Hacía tiempo que toda la narrativa, toda la dramaturgia, en escena o filmada, toda representación, había él notado, incorporaba el concepto como si fuera obligatorio. Cualquier función, por necia que fuera, cobraba trascendencia mientras apelara a la dignidad. Para Marcos era término ingenuo algunas veces, hipócrita tantas veces, movedizo todas las veces. Pero no meter esa plasmación era como presentar un tomo sin tapas, una carta sin sello, un lápiz sin grafito, cuarto kilo de yogur en una cesta de mimbre. No era necesario cambiar nada. A decir de Marcos, lo que el común pedía era su sola mención. Así que bastaría con siquiera decirla, en cualquier punto, declamada por un corifeo, exenta, sólo pronunciada, acaso. Pero presente. Metida a empujones, colgada de cualquier anclaje, inoculada en cualquier parlamento, inyectada aunque fuera con una bomba de inflar ruedas de bici si fuera necesario. Pero que sin la referencia a la dignidad, dijo, todo el mundo iba a quejarse de que la función estaba sin acabar.
Era capital lanzarla al público, de cualquier manera, viniera o no a cuento. Era imprescindible dispararla, por megafonía o a viva voz, había que exhibirla, a gaznate o rotulada en un cartón, había que encastrarla en cualquier espacio o tiempo, escrita con un Edding 3000 en una sábana o declamada por un figurante, a rebuznos si hacía falta, al abrirse o al cerrarse el telón, como título secundario en el cartel, impresa en el programa de mano o metida en las cabezas de la gente contratando a un mentalista. Pero la obra en la que no sonara lo de la dignidad, aquella era una cosa impía de la que se podía adelantar ya la crítica sin esperar en vela tras la noche del estreno. La tal reseña diría así: “La función es un mojón“. Que lo sacara un pobre escrito en los harapos, que lo trajera una línea de tíos de blanco, que lo cantara un coro de jóvenes dinámicos, que lo soltaran unas viejas de negro, que lo susurrara una cuerda de presos, reales o figurados. Pero se imponía soltar a platea como fuera ese resbaladizo concepto de tres sílabas, no seamos tontos, porque eso ya era rozar el cinco sobre diez para el porcentaje ancho del periodismo artístico. A ver quién iba a ser el guapo que desconfiara de la dignidad, tan noble ella.
Ya iban a mandar a Marcos al guano cuando varios de los actores rompieron en llantina. Reflexionar sobre el concepto de la dignidad les había emocionado. Ajenos a la parte pragmática de la propuesta (otra no había), atentos sólo a su contenido poético (que hallaron aunque no lo tuviera), los actores cerraron filas tras la sugerencia de Marcos. Con tal afán que el director aceptó la idea. Porque era cabal y por agradar a su novia (una de las actrices), que parecía a ratos transportada por una morriña espeluznante, sentida a fondo, física aún más que espiritual.
El día del estreno, da igual en qué punto del drama, salieron a escena ocho actores con las cabezas metidas en sendas bolsas de plástico: para remarcar la idea de abstracto y para que no se liara nadie con los personajes, que todos los de las bolsas habían salido ya haciendo otro papel. Cada uno traía una cartulina. En movimiento sincronizado, giró cada uno la suya. Entre todos compusieron la palabra DIGNIDAD. Luego gritaron el vocablo, para darle relieve y por si había ciegos viendo la función. Un crítico bosquejó su glosa en un bloc: “Un canto a la diginidad“. Y la obra continuó por sus fueros, sin más gaitas: sin costura ninguna entre el sucedido de las cartulinas y lo que vino después. No importó. El letrero cautivó al público, que en general convino en que tenía que haber más dignidad por el mundo porque nunca está de más. Ahí el espectáculo se apuntó un tanto, sí señor.