Por extraño que parezca, en Madrid se ha montado más de una revolución. Claro que esto podría achacarse perfectamente a la casualidad porque, como sabemos, el madrileño es más de estar entre semana quejándose de lo mal que va todo, y luego ya desconectar para el finde o las vacaciones, esas que nunca se perdonan, sea el madrileño de la casta política, de la contra-casta o de la izquierda peleona, la que ahora se vacía con sus grandes defensas de los pobres, los oprimidos y el estado de la nación en alguna plataforma liberal. Incluso ser pobre y oprimido tampoco está reñido con tomarse unos días libres.
Digo revolución con todas las letras, lo que se dice organizarse un jari considerable. Nada de cuatro desgraciados pegando pancartas con un megáfono y un chaleco reflectante, como si se tratase de los accidentados del Sistema, que anduviesen rellenando partes, tirados en medio de la autopista, haciendo señas a los que pasan conduciendo.
La Vicalvarada de 1854 comenzó, como es tradicional por estos pagos, con una asonada militar, encabezada, eso sí, por mandos de tendencia menos autoritaria, incluso hasta progresista, dirigidos por el moderno general O’Donnell. Su enfrentamiento con los militares afectos a Isabel II quedó medio en empate, por lo que convirtieron el golpe de estado en un pronunciamiento popular, azuzado en la sombra por los banqueros, que debieron ver en aquello un excelente rédito. Un joven Cánovas del Castillo, ya afiliado al Partido Progresista, escribiría el Manifiesto del Manzanares, donde prometía al populacho la bajada de los impuestos y la regeneración de la clase política. Todo un clásico de nuestra historia.
Mientras los políticos maquinaban sus pactos para agarrarse al poder, la gente, hartita de impuestos y represión, salió a la calle y se organizaron motines en Madrid, Barcelona, Valencia y otras muchas ciudades. La gente asaltó las cárceles y los palacios, al grito de “más pan y menos consumos”.
El ejército rebelde se rindió en seguida al del general Espartero, que entró en Madrid como un héroe, así, a lo Selección Española, para que todo volviese a estar como al principio. El Bienio Progresista apenas cumplió las promesas realizadas. No retiró los pesados impuestos ni subió los salarios miserables, y, por supuesto, apenas reformó la industria o la agricultura. O’Donnell cambió de bando y se puso al frente del gobierno, reprimiendo duramente a los sublevados. Hasta llegó a amenazar con bombardear el Congreso de los Diputados, con todos los políticos dentro. Los milicianos esperaron el apoyo de Espartero, pero el general escurrió el bulto literalmente, abandonando a los opositores a su suerte. Alegó un motivo de fuerza mayor, una cosa por el bien de España, un poco a lo socialdemócrata de hoy. Resultado: la realeza se asentó aún más en sus corruptelas, el ejército hizo una escabechina contra los que se habían rebelado, y así terminó aquella aventura tan progresista.
Si de algo sirve la Historia es para constatar que siempre se repite. Si de algo sirve la experiencia es para comprobar que aquellos a los que se les llena la boca de grandes palabras, denuncias del sistema y argumentos de solidaridad y justicia para todos, son los primeros que en caso de, ya no revolución, sino una simple petición de ayuda o pasar a la acción, saldrían corriendo o te apuñalarían por la espalda.
No seáis membrillos.
Meteos a tertulianos.