El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

La teoría de las supercuerdas

Julián Hernández Juegos florales— 01-03-2013

—¡Jefe! ¡Al teléfono! ¡Llamada del Vaticano!

Era el séptimo verano abrasador que Guarnerius pasaba en aquel despacho desde que se había hecho cargo de la comisaría de Via Papaveri. Seguía conviviendo con un único subordinado, el funcionario de tercera Renzo Rivedercinquetti. Desde el ministerio prometían un inminente traslado que nunca llegaba. Guarnerius se había resignado atrincherándose en sus dominios y sentando a Renzo en la última mesa de unas dependencias que en sus buenos tiempos habían albergado un auténtico hormiguero frenético de policías, uniformados o de paisano, entrando y saliendo sin orden aparente, secretarias abofeteando a funcionarios con la mano larga, prostitutas vociferantes y delincuentes tan habituales como para servirse directamente de la cafetera del personal con toda la naturalidad del mundo. Todavía se podían observar las cicatrices de alguna fiesta de fin de año que en su día acarreó más de un expediente disciplinario colectivo pero, a lo largo de siete años, los ecos de todo aquel bullicio se habían ido desvaneciendo. El único teléfono operativo estaba sobre la mesa de Renzo. Guarnerius había liberado el suyo cortando el cable en el cajetín del sótano para desesperación de su subordinado, ignorante del sabotaje. Horas enteras se pasaba el buen hombre colgado del auricular intentando que le hicieran caso en la compañía telefónica o en la nueva comisaría pero, incomprensiblemente, a nadie parecía importarle la incomunicación de su jefe. Este, en un juicio salomónico, había entregado algunas de sus pertenencias al afán de Renzo por mantener su despacho limpio. La máquina de escribir (una Hispano—Suiza), los libros, el ventilador, los archivos y la foto de Gina Lollobrigida sufrían ataques periódicos con un maloliente limpiador all purpose y un trapo grasiento. A cambio, la placa, la pistola, la silla y el whisky estaban a salvo. Por su parte, la cafetera vivía en permanente zozobra y la puerta sufría los portazos sin quejarse. Aquella tarde, Guarnerius dormitaba con la barbilla apoyada en el esternón. Y hacía demasiado calor como para moverse.

—¿No me ha oído, jefe?

Al no obtener respuesta Renzo subió el volumen:

—¡Jefe! ¡Que si no me ha oído! ¡Le llaman por teléfono! ¡Es su amigo ese del Vaticano! ¡El Padre Pirandello o Mirandolla o como se llame! ¡Dice que es urgente!

—Me cago en tu puta madre, gusano…

Guarnerius se incorporó ronroneando con los ojos cerrados. Agarró a Renzo por los hombros y le habló muy despacio:

—¿No tienes edad, Cinquetti? Sabes desde hace años que Luigi se llama Dallapiccola, imbécil.

Le pegó un empujón para apartarlo de sus narices.

—¿Por qué línea está llamando, estroncio de los cojones? —dijo Guarnerius agachando la cabeza y frotándose los ojos.

La voz de Renzo cayó unos cuantos miles de decibelios pero sólo bajó un semitono:

—Por la única que tenemos, jefe. Tendríamos que arreglar su teléfono y…

Se detuvo a tiempo al ver a su jefe sonriendo sólo con un lado de la boca y ladeando la cabeza. Alguna vez le había dicho no sé qué de una sopa de muelas. Tragó saliva para intentar seguir.

—Luigi, digo…, el Padre Dellarrucula, o eso… que dice que es muy urgente. Que vayamos inmediatamente a la Capilla Sixtina con la sirena aullando. Ya sabe que sólo llama cuando hay fiambre. Como cuando el caso del guardia suizo empalado con su propia alabarda. Como cuando lo de la monja voladora. Como cuando…

Guarnerius ladró. Lo sacó del despacho casi a patadas para que fuese delante de él y no diera otro trastazo a la pobre puerta. Trastabillaba con los pies y la lengua.

—… Su teléfono… Yo… El presupuesto… Las nuevas dependencias…, piden línea directa… Creo que…

Llegaron hasta la mesa de Renzo. Guarnerius le rebanó el cuello con el dedo índice para que se estuviera callado. Entendió: eran ya siete años de convivencia. El comisario cogió el auricular y su voz bajó una quinta disminuida.

—Dime, páter.

—¿Comisario Guarnerius? Lamento despertarle de su siesta. Le llamo del Vaticano, desde la Capilla Sixtina. Es un caso muy grave. Le necesitamos urgentemente.

—No lamentas haberme despertado y estás fingiendo porque no estás solo. Son dos pecados en uno, Luigi.

—Mire, Guarnerius, usted ha resuelto muy satisfactoriamente alguno de nuestros, digamos, pequeños incidentes. Esto es distinto. Esto es serio. Tiene usted que presentarse inmediatamente en la Capilla Sixtina. ¿Sigue usted conduciendo ese Fiat del 74?

—Sí.

—Bien. La Guardia Suiza ya tiene su matrícula. Aparque aquí delante. Hemos alejado a todos los novicios y a los niños del coro con la disculpa de unas reformas. Espero verle en menos de diez minutos. No ponga la sirena, que ya he escuchado lo que dijo su subordinado. Que Nuestro Señor Jesucristo guíe sus pasos.

—Ya sé que puedes poner todos los semáforos de Roma del color que te dé la gana. No te preocupes. Voy para allí.

* * *

Guarnerius no dejó que Renzo cogiera el volante: le relajaban los acelerones, los volantazos, los frenazos, los bocinazos y los gritos de las señoras. Su ayudante iba pálido y mudo a su lado y él, sin estar aún despierto del todo de la siesta, iba recordando los días de colegio con Luigi. ¡Cuántas vidas vive cada ser humano! Ya cada uno en su sitio, Dallapiccola solía llamarle de usted por teléfono por aquello de las apariencias, pero siempre acababa colando algún chiste privado sin alterar el tono de voz. Esta vez no. Mal asunto. De repente reaccionó. Frenó en seco y Renzo mordió la guantera. Guarnerius bajó la ventanilla a toda velocidad, sacó la cabeza, silbó a la altura de un culo como el de Gina y aceleró. “Soy romano ⎯pensó⎯, no hay nada de malo en ello.” Entraron derrapando en el Vaticano.

—Territorio sioux… —masculló Guarnerius.

Dos guardias suizos les señalaron una motocicleta.

Y los mismos payasos… —gruñó.

La motocicleta, pilotada por un monaguillo, les abrió paso por delante del Governatorato hasta la Capilla Sixtina y desapareció. El coche se paró justo delante. Guarnerius echó el freno de mano sin apretar el botón, salió y dio un portazo. Renzo bajó también y cerró suavemente. El comisario miró hacia el sol que un día abrasó el cerebro de Virgilio suspirando y pensando en la puerta de su despacho. Oyó una voz a su espalda:

—Deja a Renzo aquí fuera.

Era Dallapiccola. Guarnerius levantó una ceja mirando a su ayudante. Renzo entendió que tenía que revisar el tubo de escape, comprobar la presión de las ruedas, limpiar el parabrisas, medir el aceite y llamar al seguro por lo del piloto trasero. Siete veranos de portazos y amenazas son muchos. El enorme hombretón de negro le habló en voz baja y a la oreja:

—Te recuerdo, por si nos encontramos con alguien, que aquí no eres un comisario de tres al cuarto: eres el inspector jefe Guarnerius. Católico con crisis de fe, culto, buenas maneras, ya sabes. He despachado a los dos que estaban conmigo. En unos minutos estarán durmiendo como benditos. Cuando despierten contemplarán el rostro del Señor.

Guarnerius sabía perfectamente lo que quería decir. Dallapiccola le agarró del brazo y, lentamente, emprendió el paso hacia la entrada.

—A veces cerramos la Capilla para hacer algunos retoques a la restauración que pagaron los japos. Ya sabes que a los turistas les gustan los colorines ―le dio un leve apretón en el codo― y tenemos, bueno, teníamos un par de hermanos especialistas en sacárselos al hermano Buonarroti y compañía. No hay nada de malo en ello. Los botes de pintura acrílica se retiraron inmediatamente, pero he dejado el andamio. Vamos, tenemos poco tiempo para hablar.

Entraron en el templo ceremoniosamente y en piadoso silencio, o eso le pareció a Guarnerius. Con devoto recogimiento, pasada la verja, se quitó el sombrero y decidió ponerse a la altura de las circunstancias: se santiguó haciendo una genuflexión, mirando con arrebato hacia las alturas pintarrajeadas. El Padre Dallapiccola le empujó sin contemplaciones y casi se cae al suelo. Salió del éxtasis místico mirando al cura con cara de gilipollas. El imponente figurón negro bramó abriendo los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia arriba:

—¡Joder, inspector! ¡Estamos solos! ¡Ya tendrás tiempo para todo eso otro día!

Dallapiccola dejó caer los brazos suspirando. Se calmó. Se acercó. Tocó el hombro de Guarnerius mientras este se incorporaba apoyándose en una rodilla. Le señaló el centro de la Capilla. El andamio estaba justo debajo de La Creación. Entonces lo vio.

—¿Es quien creo que es?

—Sí.

El Papa colgaba de una cuerda que iba desde uno de los travesaños del andamio hasta su gaznate. Estaba desnudo debajo de una casulla verde y negra. La cabeza caía hacia un lado y de la boca salía una lengua hinchada y sanguinolenta. Avanzaron hacia él sin desviar la mirada.

—¿El cuello roto?

—Creo que sí.

Una gota de líquido blanco y espeso aún temblaba en el dedo gordo del pie izquierdo. El Obispo de Roma estaba a un palmo de distancia del suelo, ¿para qué más? El nudo parecía sacado de una película del oeste. “No mucha gente sabe hacerlo”, pensó el policía antes de preguntar:

—¿A qué hora te encontraste la marioneta?

—Unos minutos antes de decirle a Renzo que te despertara cagando hostias. Lo descubrieron los dos hermanos pintores al entrar para hacer los retoques de primera hora de la tarde. La pintura seca más rápido, al parecer. Me consta que me llamaron inmediatamente y que no hablaron con nadie más. Este tipo de restauraciones están a mi cargo y tengo un despacho cerca de aquí que oficialmente no existe. Tardé muy poco en llegar. No hizo falta ordenarles que ni se les ocurriera moverse. Estaban paralizados. Te llamé mientras los dos hermanos rezaban y lloriqueaban de rodillas como las dos mariconas que son. O que eran. ¿Cómo lo ves?

—Del color de tu sotana, macho.

* * *

Lo que siguió fue como una película muda acelerada. Miraron por todas partes. Sólo les faltó registrar a los demonios del Juicio Final. Lo único que encontraron, a un lado del andamio, fue una bolsa de Montreal 76. Dentro había un mono azul de trabajo, unas zapatillas de deporte, unas tenazas y un sobre marcado con el sello personal del Papa. Dallapiccola le dio la bolsa a Guarnerius sin mirar más.

—Llévatela ⎯dijo⎯ y lárgate ya con Renzo. Enciérrate en tu despacho y échale un vistazo. Espérame allí. Sigues teniendo whisky, ¿no? ⎯Guarnerius asintió en silencio. Bien. Voy a hablar con unos tipos y asegurarme de que nadie entra aquí. Luego te cuento y me cuentas.

* * *

A Renzo sólo se le veían los zapatos. Los de la Oficina Central de Vigilancia tenían que estar durmiendo la siesta o ya hubieran dado la voz de alarma al ver en los monitores de seguridad a un fulano hurgando debajo de un Fiat viejo aparcado al lado de la Capilla Sixtina. El comisario, ascendido por la gracia de Dios a inspector jefe de vez en cuando, le tiró de una pierna. Se oyó el ruido característico de un cráneo humano chocando contra los bajos de un coche.

—¡Joder, jefe! ⎯el ayudante se arrastró fuera. Cegado por el sol, se levantó gimoteando y sacudiéndose el culo⎯ Podía ir con más cuidado. Estaba haciendo lo que me ordenó y…

No hubo respuesta. El jefe tiró la bolsa en el asiento trasero y a Renzo en el del copiloto. Zumbaron de vuelta. Esta vez Guarnerius puso la sirena al salir de los límites del Vaticano. Aunque pasara Gina por la acera no pensaba parar ni un segundo.

* * *

De vuelta en la comisaría, Renzo sufrió el estiramiento doloroso del moflete derecho. El código era simple pero funcionaba: aquello significaba “severo castigo físico en caso de irrupción ruidosa en el despacho del comisario”. Conocedor de tal posibilidad, Renzo se acurrucó detrás de su mesa con la cara aún embadurnada de grasa de automóvil. Por primera vez en siete años, Guarnerius sintió algo de pena. Sacudió la cabeza para que se le pasara esa sensación tan desagradable y se encerró en su despacho. Hizo inventario del whisky: una botella medio vacía de Johnny negro y una sin abrir de Johnny rojo. No daba para mucho, pero aún era pronto y siempre podría mandar a Renzo a por más a la tienda de Yusuf. Vació la bolsa de Montreal 76 encima de la mesa. El mono azul, las zapatillas y las tenazas eran normales y corrientes. A falta de comprobar huellas, nada de especial. En el sobre había tres folios. Era una carta escrita a máquina (con una Olivetti Valentine, dedujo) sobre papel oficial del Vaticano y firmada a mano. Cuando llegó Dallapiccola ya se la había leído cinco veces y el Johnny negro estaba con un pie en el estribo. Antes de nada, mandó a Renzo con la cara aún sucia a ver a Yusuf. Sólo cuando se quedaron solos le saludó.

—Hola, páter.

Alto como un eucalipto, pelo gris bien peinado y cejas negras disparatadas: Dallapiccola daba casi más miedo en mangas de camisa que con la sotana. Ni siquiera se había puesto el alzacuellos al cambiarse. No le había parecido una buena idea, dadas las circunstancias. Llegó resoplando pero no sudaba. “Ya tendrá tiempo” pensó Guarnerius tendiéndole la carta. Se sentó sin apartar la vista del papel y leyó murmurando algo de vez en cuando.

Carta apostólica HORRIBILIS VERITAS del Santo Padre Agapito III a la Curia Romana, los fieles cristianos del mundo, el Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas y todo el humano género, con ocasión de la desaparición física de Luca Martini.

Alégrate, Valle de Lágrimas, que un día acogiste al Hijo de Dios en la hermosa Galilea, pues la hora es llegada de hacerte saber la Verdad. Nos, Agapito III, de nombre mundano Luca Martini, escribimos estas líneas con la veterana intención de que a nadie se culpe de nuestra muerte. Nuestros venerables predecesores, todos los Siervos de los Siervos de Dios, hubieran condenado en vida nuestros actos inmediatos a la redacción de esta carta. Sus cenizas, que no su alma, no lo harán. Ellas, de alguna manera, ya comprenden. Nos, aún Obispo de Roma, también.

En estas alegres circunstancias, es un deber de mi servicio decir algunas palabras sobre mis razones y su historia. Llegué al papado con menos sobresaltos que los que padecía (y padece) el mundo alrededor de la Santa Madre Iglesia. Creo que con fino ingenio penetré profundamente, desde mi juventud, en los secretos de la verdad natural y revelada. Dios Nuestro Señor, su Hijo Jesucristo y el Espíritu Santo, con el auxilio de María, guiaron mis pasos una mañana de otoño y, con apenas dieciséis años, ingresé en el Seminario de Arezzo. Mis notas escolares eran brillantes (especialmente en matemáticas), las vocaciones alarmantemente escasas y mi padre, un agricultor devoto y honrado, era amigo de la barragana del Padre Farficci, organista y director del centro. Todo ello facilitó mi admisión inmediata. No tardé en destacar en algunas asignaturas. Mi pasión por las matemáticas no decreció pero profundicé en las disciplinas de Demonología, Historia de la Teología, Filosofía Tomista, Latín, Sánscrito, Griego y los idiomas modernos más extendidos por el planeta: chino, árabe, inglés, español, francés, alemán, ruso y alguna lengua polinesia. Al salir del Seminario fui ascendiendo en el escalafón. Ya obispo, recorrí varias diócesis para llegar, con 59 años, a cardenal. Fui Nuncio de Su Santidad en los Estados Unidos y en Oklahoma aprendí a hacer toda clase de nudos y lazos para el ganado y otros menesteres. Fue entonces cuando tuve el honor de asistir a los Juegos Olímpicos en Canadá como alto representante del Vaticano… En fin, abreviaré diciendo que una serie de acontecimientos internos de la Iglesia me llevaron a una posición en Roma de la que inevitablemente salté a la fumata blanca. No tenían a nadie más, para entendernos.

Escogí el nombre de Agapito III por razones ecuménicas y económicas. Si a alguien le pareció regular o mal, francamente me tiene sin cuidado y ya importa poco. Salí al balcón de mi nueva casa totalmente drogado. Algo le echaron al vinazo que nos tomamos al acabar el Cónclave en la Capilla Sixtina. Al parecer era una costumbre: no querían arriesgarse al espectáculo de un nuevo Papa pegando brincos y levantando el puño al grito de campeones, campeones, oé—oé—oé.

Bueno, el caso es que aquí el menda se convirtió en el baranda. Seguí con dedicación fidelísima los preceptos, las ceremonias, los viajes apostólicos, los encuentros con los más importantes dirigentes del mundo y mis obligaciones como Vicario de Cristo. Sin fallo. Hasta que llegó el día fatídico (o felix culpa!) de la XXVIII Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones que se celebró el mes pasado en Zürich. Estábamos toda la tropa con nuestras mejores galas. Mis colegas Burgignoni, Grappa y Putanesci, aprovechando que estábamos en el puto centro de Europa, hicieron traer un papeo que no veas desde los cuatro puntos cardinales. El vino y los licores tampoco se quedaban mancos, tú. Durante la recepción oficial se me acercó un científico yanqui de la Universidad de Austin (Texas). Estaba allí porque era como de nuestra cuerda o yo qué sé. Me entregó un donativo de los petroleros tejanos católicos para el Óbolo de San Pedro y un libro con un montón de números y fórmulas que me dejó pasmado nada más abrirlo. Ya que no podía follar sin que se enterase el Jefe de Allá Arriba, por lo menos podía pasarlo bien con lo que más me gustaba desde pequeño. (Por cierto, un inciso. Ahora ya lo puedo decir. La duda me asaltó siempre: ¿sabría el Todopoderoso que mi sueño húmedo secreto ha sido, es y será hasta dentro de un rato, Gigliola Cinquetti? Ahora ya sé que no; sin embargo, espero que la Cinquetti se entere por la presente de que el último de los Papas de Roma se masturbaba con las portadas de sus singles de los años sesenta.)

Cuando volvimos a San Pedro desde Zürich, mandé a Grappa a por una botella de bourbon y me encerré a la caída de la tarde en mi biblioteca privada (que nunca fue privada porque es la de todos los Santos Padres que nos han precedido, pero en fin). Pasé la noche en vela. El libro que me dio el yanqui, un tal Philip Candelas, del Departamento de Física de la Universidad de Austin, era “Superstrings Theory” de tres fulanos que ni zorra idea: Green, Schwarz y Witten. Cuando estaba amaneciendo ya había comprendido todo. Escondí la botella vacía debajo de la cama antes de que entrara la hermana Guadalupe con el desayuno. Y antes de que se fuera, le dije que avisara al Secretarius Intimus de que tenía unos asuntos pendientes antes de empezar con la agenda de la jornada. Grappa comprendería.

Estaba todo tan claro, joder. Un universo de veintiséis dimensiones negando el mensaje original de Cristo, las fluctuaciones de vacío cargándose el Génesis, las vibraciones minúsculas multicolores soplándole en las narices al Espíritu Santo, el quark despistao, el spin colorao, su puta madre y este cuento se ha acabao: todo estaba perfectamente demostrado. Mi Fe se desmoronó de un plumazo pero me invadió una sensación de GLORIA. Yo sería el NUEVO MESÍAS para toda la chusma humana que malamente podría entender esas fórmulas. A imitación de Cristo, pensé en algo para perpetuarme. Pues bien, la cuerda sucedería a la cruz. Tardé un mes en prepararlo todo y fui previsor. Si esta carta no llega a las manos adecuadas, será destruida con toda seguridad y mi sacrificio habrá sido en vano. Ante ese riesgo, una serie de objetos simbólicos, que alguien interpretará correctamente, me ayudará a difundir la Nueva Buena Nueva; o sea, la seguridad de que no hay nadie allá arriba, nada antes ni después de todo esto, de que no existen ni el Bien ni el Mal ni el Regular, de que hemos vivido miles de años engañados… Y si nadie pilla el mensaje, pues habrá que joderse. Aquí no se salva ni dios y mi tarea termina ya. Que nadie diga que no soy un tío enrollao. Matad, mataos, reíd, fornicad, robad, meteos el dedo en la nariz… No pasa nada: no hay cielo ni infierno. No hay nada que hacer: os vais todos a la mierda.

Que os den.

Dado en Roma, junto a San Pedro, en el cuarto año de mi Pontificado.

Agapito III

PS.: Sólo lamento no haberme follado a Gigliola. Decidle que la quiero.

* * *

Renzo llamó muy suavemente a la puerta torturada. Ayudado por Yusuf, entró con una neverita como de picnic llena de hielo, más dos botellas de Johnny negro y una caja de Cohibas. El comisario les miró de abajo arriba y acertó a susurrar:

—Renzo, prometo no volver a llamarte Cinquetti… ⎯y ahí pisó el pedal de overdrive⎯, ¡Pero ahora lárgate y no vuelvas hasta que yo te lo ordene!

A Guarnerius le pareció que Renzo sonreía mientras cerraba la puerta con delicadeza. Su ayudante le había enternecido por primera vez en siete años.

* * *

Pasó el tiempo suficiente para que el cura y el poli se cepillaran en silencio media botella de Johnny negro y dos medios Cohibas. A pesar del hielo en el whisky, Dallapiccola sudaba. Guarnerius no pudo más:

—¿Te cuento o me cuentas?

Dallapiccola se despegó de la frente el pelo gris pegado por el sudor con los dedos abiertos de la mano derecha. Soltó una bocanada azul que inmediatamente dispersó el pobre ventilador, ese que era víctima de malos tratos. Bebió un trago.

—Da igual. Ya solucioné la primera papeleta. Llamé a Burgignoni, Grappa y Putanesci. Por si no les conoces, son tres gerifaltes. En realidad, los segundos de a bordo de Su Santidad… ¡Qué coño!, de Luca. Paolo Burgignoni es el Secretario de Estado, Saverio Putanesci es el mandamás de la Penitenciaría Apostólica y Sabatino Grappa es el Secretarius Intimus. Aunque esto último ya lo sabías.

—Ya. ¿Y qué dijeron?

—No te creas que se extrañaron mucho ⎯contestó incorporándose un poco en la silla⎯. Habría que investigarles por pura rutina, si tal cosa fuera posible. Van a anunciar dentro de unos minutos que Agapito III padece un leve proceso de gripe estival. Con algunos miembros del equipo médico de su más absoluta confianza van a reparar el fiambre. Le rebobinarán la lengua y le atornillarán el cuello, o algo así. Mañana harán público que una complicación inesperada se lo llevó a la presencia del Señor.

Se oyeron unas risas desde la mesa de Renzo. Yusuf y él se estaban pimplando unas birras. El poli, con un gesto copiado de las películas americanas, dio unos golpecitos a la carta con el dedo índice:

—¿Reconoces la firma? Si es la de Martini, se trata de un suicidio, Luigi. Pero puede ser que fuera inducido…

—Sí, es su firma ⎯dijo sin volver a mirarla⎯. Aunque ningún grafólogo del mundo lo corroborará, me temo. No sé por qué, pero creo que este documento va a arder esta tarde en este despacho.

—Los que vamos a arder esta tarde somos todos los romanos. Joder, qué calor. ¿Te lleno el vaso?

Renovaron hielo y whisky. Se miraron a los ojos dando un trago.

—¿Por qué no te presentas a Papa, Luigi?

—No me sale de los cojones. Además no puedo. No soy cardenal. Eso no es condición sine qua non pero ayuda. En todo caso, tengo una voz como la de Orson Wells, aunque esté mal que yo lo diga. Un Papa tiene que tener voz de pito. Lo dice el Concilio Vaticano II. Ahora me tengo que ir ⎯se puso en pie con la cabeza alta⎯. Voy a dejar la carta en tus manos por ahora. ¿Quién te creería? Mañana, en cuanto se anuncie el Primer Marronazo, volveré por aquí. Quiero que me expliques todo. Gracias por el whisky y los cigarros.

En cuanto abrió la puerta, Renzo y Yusuf se callaron como si les hubieran cortado la corriente. El comisario se acercó a ellos y les rellenó los vasos con Johnny rojo.

* * *

Esa noche Guarnerius soñó con Gina: abría las piernas para él sentada sobre una silla forrada de terciopelo rojo en el hall de un teatro. Por la mañana se afeitó ante el espejo de tres hojas y se puso un traje decente. Desayunó como un heliogábalo y se alegró de no haber seguido con el whisky por la noche. En vez de eso, lo que hizo fue poner sus pocos discos de pizarra una y otra vez y bajarse trescientos tés, negros como el carbón y helados como un iglú, mientras repasaba todo lo que el papa Martini había legado a la posteridad. En realidad, era bastante poco si lo que pretendía era cambiar el curso de la Historia y de la Religión. “Sentarse en la silla de Pedro le hace a uno perder pie ⎯pensó⎯, y este se creía que con ser Patriarca de Occidente lo tenía todo hecho: un pobre iluso.”

Nada más llegar a la comisaría se encerró a su despacho con los periódicos que le había traído Renzo. Obviamente ese cerebro de salami tenía una resaca de cojones. Por lo que pudo descifrar, Yusuf y él se habían metido la noche anterior en un garito de inmigrantes sudaneses y se bajaron el equivalente en whisky a todos los metros cúbicos del Tirreno. Con el calor que seguía haciendo aquella mañana, Renzo tenía que estar pasando un auténtico via crucis.

Leyó con lupa hasta los anuncios por palabras. La noticia de la leve indisposición del Sumo Pontífice aparecía destacada pero sin grandes alalás. Tranquilizaban al mundo cristiano hablando de las temperaturas extremas que suele padecer Roma en verano y de lo duro que es soportarlas incluso para un Papa aún relativamente joven y en plenas facultades físicas y mentales. Levantó la cabeza de los papeles y se tropezó con la mirada de Gina. No tuvo más remedio que confesarle lo que pensaba:

—Un polichinela de baratillo ⎯le dijo, encogiéndose un poco de hombros⎯. Quizá si en su carta hubiera escrito que se le apareció la Virgen en bikini, su oficina de prensa no se hubiera andado con rodeos y hubiera difundido el milagro añadiendo una nota sobre su ascensión a los cielos en cuerpo y alma ante unos restauradores de la Capilla Sixtina que, ni cortos ni perezosos, le acompañaron en el viaje. Los medios y el público se lo hubieran tragado mil veces más que lo del suicidio y la historia del encuentro en Zürich con el yanqui que le dio el libro ese de las súper—lo—que—sea ⎯Gina, reconocía Guarnerius, era todo paciencia⎯. Pero su auténtica Nueva Buena Nueva sólo la conocemos dos hombres en el mundo hasta este momento; y, tal como pinta todo, parece que así va a ser per omnia saecula saeculorum…

La voz de Renzo sonó desde lejos como si viniera del Hades:

—¿Me dice algo, jefe?

—No, nada, no te preocupes ⎯dijo en voz más alta⎯. Creía que ya funcionaba el teléfono…

Volvió a hundir la cabeza en los periódicos. La foto que se repetía en todos los papeles era la de Paolo Burgignoni, Secretario de Estado, leyendo la nota oficial sobre la leve indisposición rodeado de micrófonos. “Menudo pájaro”, pensó.

Aún tuvo tiempo de darle cien mil vueltas a la carta, al mono azul, a las zapatillas, a las tenazas y a la bolsa de Montreal 76. Sólo le faltaban la casulla verde y negra y la cuerda para tener delante todo el ajuar que ese hombre pretendía dejar como herencia. Hubiera sido inútil avisar a sus superiores o al ministro del Interior. De haberlo hecho, al día siguiente ya estaría dirigiendo el tráfico en Nápoles. Mejor esperar a que volviera Luigi, si es que volvía.

* * *

Pero sí, el padre Dallapiccola volvió. Y a la hora de la siesta, justo en el momento en el que Guarnerius soñaba que volaba en una noche estrellada sobre una ciudad de cristales multicolores. Abriendo la boca como un gato, observó que el cura no se había cambiado de ropa. Traía un paquete en las manos y tenía aspecto de no haber dormido. El comisario se desperezó estirando los brazos hacia delante. También como un gato.

—Hola, páter ⎯maulló.

—Hola, inspector.

Dallapiccola se dejó caer en la silla y señaló el cajón donde sabía que estaba el whisky. Mientras sacaba las botellas, Guarnerius volvió la cabeza y pegó un grito inarticulado. Se abrió la pobre puerta y apareció Renzo encogido y con una bolsa de hielo en la cabeza. Justo lo que les había recetado el médico. Se la quitó de un manotazo.

—Si necesitas más, baja a la tienda de Yusuf ―dijo el jefe sin mirarle.

—Yusuf está practicando el Rito de las Quince Purgaciones o la Purgación de los Quince Ritos, no recuerdo muy bien ⎯contestó un Renzo agonizante⎯; pero creo que aún será capaz de auxiliarnos a todos en este trance tan doloroso.

Renzo se dio la vuelta y cerró la puerta con la delicadeza de una geisha: no sabía hasta qué punto acertaba. Y además el chico empezaba a aprender modales.

Dallapiccola resopló con los carrillos hinchados y le echó un vistazo a Gina de reojo.

—Para que te hagas una idea ⎯empezó muy despacio⎯, lo primero que he hecho esta mañana ha sido ordenar una vigilancia las veinticuatro horas del día a Gigliola Cinquetti, a la que localizamos en Verona. Ese tarado de Luca pudo haberle enviado alguna carta o algún mensaje. Esto no lo saben los tres gerifaltes y las gentes a mi cargo no entienden nada, pero yo sé lo que me hago. Te he traído un regalito.

Tiró el paquete encima de la mesa. El poli lo desenvolvió sabiendo ya lo que era.

—Gracias, la casulla y la cuerda eran los cromos que me faltaban, pero no hacían falta. ¿Cómo has escamoteado esto?

—Porque soy el brazo ejecutor, porque yo descubrí a la marioneta, como tú dices, y porque tengo unos cojones más grandes que los de San Pablo. Y porque tomé la primera decisión, que fue unánimemente aplaudida por la Santísima Trinidad: la de mandar al cielo a los hermanos pintores. Por todo eso y porque ni siquiera Grappa sabe nada de la carta, al menos aparentemente. Sin pensármelo dos veces, recogí el trapo y el cáñamo como si tal cosa mientras reconstruían al Pinocho roto. Va a quedar como un pincel, ya verás. ¡Qué remedio! Lo van a tener que enseñar al mundo entero… Esta noche va a morir por segunda vez. Mañana Burgignoni anunciará el tránsito de Su Santidad, el Segundo Marronazo. Le van a dar un toque de color a la pantomima con un mensaje manuscrito falso, de puño y letra de Luca, en su último aliento; que, por cierto, apestaba a bourbon aunque ya no respirase. El Señor le llamó a su presencia inesperadamente y él partió alegre a Su encuentro. Casi una ascensión en cuerpo y alma.

A Guarnerius le pareció que Gina sonreía.

—Hombre, unos cuantos centímetros sobre el suelo sí que ascendió. Claro que fue después de caer a plomo desde un par de metros de altura con una cuerda al cuello. Un detalle mínimo.

—Sí, un detalle sin importancia ⎯dijo Dallapiccola chasqueando la lengua y mirando al vaso⎯. El problema ahora lo tengo yo. No sé si esos tres saben que yo sé. Por ahora y por si las moscas, me hago el soldado desconocido. Actué a toda hostia con lo de los hermanos pintores; que no pintaban nada, es un decir, en esta historia. En todo caso, el suicidio de un Papa, supondrás, es un asunto muy serio. Se podría disolver la Iglesia de Roma para gran alborozo de esos estrechos de luteranos, que la gente es muy mala. No podemos dejar que esto salga a la luz. Algunos iluminados vociferarán hablando de conspiración en la Curia, como cuando lo de Albino, pero a esa gente ya la tenemos dominada. De hecho, siempre hay topos nuestros en esos ambientes. Intoxican jaleando y exagerando tanto, que nadie en su sano juicio da crédito a sus teorías ni a los que se acercan a la verdad. Una vieja costumbre.

El cura bebió un trago y encendió un cigarro.

—Ahora dime, Guarnerius, ¿tú cómo crees que pasó y a qué viene el numerito de gimnasia de salón? Me gustaría saberlo… ⎯intentó mirar al cielo pero se encontró con un techo desconchado⎯. ¡Aunque saber no es precisamente un seguro de vida en ese palo de gallinero que es San Pedro a día de hoy! ⎯miró al comisario guiñándole un ojo⎯. Pero los dos estamos montados en el mismo tranvía, así que mejor compartimos el cotilleo, ¿no?

Guarnerius bebió un trago y encendió un cigarro.

—Te cuento, páter, aunque no esperes ninguna cosa del otro mundo, ese en el que ya no creía tu colega… ⎯fingió falta de concentración para, acto seguido, seguir con determinación⎯. ¡Al grano! Descartados el accidente, la muerte natural y el asesinato, y si hemos de creer lo que dice en su carta, sólo nos queda el suicidio como la causa más probable de la muerte de tu amigo Luca.

—No era mi amigo ⎯refunfuñó el cura con cara de enfado.

—Ya, es una manera de hablar.

—Pero sigue, hombre, que ibas muy bien.

Ignorando la ironía, el comisario se aclaró la voz y siguió.

—Puede que todo haya sido una puesta en escena minuciosamente preparada por la Santísima Trinidad, como tú les llamas, para llevar a Martini al suicidio. La aparición de Philip Candelas, el libro, los conocimientos matemáticos del Papa… ⎯volvió a encender su cigarro y soltó una bocanada de humo⎯. Pero, si fuera así, ¿para qué llevarse tanto trabajo? Con mandarle al cielo como se fueron los restauradores y Albino, estaba todo hecho. Quedémonos con la decisión personal de Martini ⎯se levantó de su silla y empezó a dar vueltas por el despacho: es lo que se lleva en estos casos⎯. En realidad, yo creo que era un poco ingenuo. Dejó unos símbolos para enviar el mensaje pensando en la más que probable destrucción de la carta. No tuvo en cuenta que su particular escenografía tampoco iba a trascender fácilmente. Es un poco triste, la verdad. El mono y las zapatillas son exactamente iguales que la ropa de trabajo de tus pintores de brocha gorda. Necesitaba el disfraz para llegar hasta la Capilla sin ir vestido de Papa por ahí. La cara le daba un poco igual. ¿Quién iba a pensar que Agapito III haría tal cosa y con cuarenta grados a la sombra? Entró antes que los pobres pintamonas, se quitó el mono y las zapatillas, se puso la casulla, que era el único trapo de misa que le cabía en la bolsa de Montreal 76, trepó por el andamio, ató la cuerda a la altura suficiente y saltó.

—Pues vaya un investigador que estás tú hecho. Vaya mierda de explicación. ¿Por qué se ahorcó en vez de volarse los sesos, por ejemplo? ⎯a Dallapiccola le brillaban los ojos.

—Es todo un poco triste, la verdad. Verás ⎯Guarnerius se paró al lado de la mesa y empezó a levantar las baratijas una a una⎯. La cuerda es por lo de las supercuerdas esas de los cojones; la casulla verde y negra, por los apellidos de los autores del libro, Green y Schwarz; la bolsa de Montreal 76, porque era un cerdo y le había encantado ver a Nadia Comaneci pegando brincos en aquellas Olimpiadas y, además, fue lo que le dio la idea de la gimnasia barata, como tú decías. Y lo de ahorcarse debajo de La Creación de Adán, pues por lo que más o menos dice entre líneas en la carta: para tocarle las pelotas a vuestro Manitú.

Se hizo un segundo de silencio y estallaron en carcajadas. En esto entró Renzo, aún más encogido que antes y con nuevas provisiones de hielo en la neverita y en la nueva bolsa que volvía a llevar en la cabeza. Detrás, y a la altura de su hombro, se asomaba Yusuf con una parecida sobre la suya y con cara de estar pasando un calvario. “Me temo ⎯pensó Guarnerius⎯ que ni la Gran Ceremonia de la Madre Eterna de Todas las Purgaciones Celestiales ni los Ritos de los Quince Signos Inequívocos han funcionado correctamente.” Lo iban a intentar con cerveza, a juzgar por las apariencias, y se volvieron a la mesa de Renzo a tal efecto. El páter y el poli siguieron con lo que estaban. Las trompetas del Apocalipsis improvisaban en una miserable comisaría romana y la audiencia no estaba por la labor, ocupada como estaba con el escocés y descojonada de la risa. Pero a Dallapiccola aún le faltaba una cosa:

—¿Y las tenazas?

—Pues por esto.

Guarnerius desplegó un plano de la Plaza de San Pedro. La forma de la planta resultaba idéntica a la de unas tenazas abiertas mirando a Tierra Santa. El Padre Dallapiccola casi se mea de la risa allí mismo.

* * *

Al llegar a casa, Guarnerius empaquetó toda la parafernalia de Martini para enviarla al día siguiente a un apartado de correos de un pueblecito de la Toscana. Solía utilizarlo para deshacerse de las cosas sin deshacerse de las cosas, y alguien recogería el envío para ponerlo a buen recaudo. Esa noche sí que siguió con el whisky hasta que cayó redondo y, para su desgracia, no recordó a la mañana siguiente lo que había soñado. Un disco de Nilla Pizzi aún daba vueltas en el tocadiscos. Hubiera deseado darle un manotazo pero lo paró con cuidado. Ya ni se afeitó. Fue a enviar el paquete, y el empleado que le atendió, al verle la cara, estuvo a punto de llamar a una ambulancia. Llegó tarde a la comisaría y se encontró a Renzo como una rosa.

—¿Qué, jefe? ¿Celebró usted anoche la resolución del caso? Por cierto, no tengo ni idea de qué va.

—Ni te importa. Tráeme cerveza helada ⎯arrastró una silla hasta la mesa de su ayudante y se desmoronó en ella. Allí sobraba mobiliario.

—¡Al momento! Ah, por cierto, su amigo, el cura ese que no parece un cura y que es tan simpático, ha llamado y dice que viene hacia aquí.

Guarnerius resopló sin moverse del sitio: sencillamente no podía. Renzo se fue a la tienda de Yusuf y él se quedó solo calibrando los nueve pasos que tenía calculados hasta su despacho y pensando en lo sola que estaría Gina. Antes de que ni siquiera intentara levantarse entró Dallapiccola con una cara aún peor que la del día anterior.

—¿Tienes cerveza fría?

—Acabo de mandar a Renzo a por ella.

—¿Tienes una radio?

—Creo que Renzo tiene una a pilas por aquí. ¿Por qué?

—Vaya pregunta. Van a anunciar la muerte de Agapito III a la hora del Ángelus, o sea, de un momento a otro. Burgignoni ha convocado a todo Dios, valga la redundancia, para lanzar la bomba.

Se apoyó en la mesa de Renzo para no derrumbarse desde las alturas y añadió mirando al teléfono:

—He dado este número por si me necesitan.

Cuando empezaron a sonar las campanadas de las doce, Guarnerius recordó que tenía algo importante que decirle a su amigo.

—Por cierto: se me olvidó decirte que hay una tercera posibilidad. La de colocar a alguien en concreto en el sitio que les interesa. Alguien que no se pueda negar. Alguien como…

Sonó el teléfono. Descolgó, se lo puso en la oreja y, sin contestar nada, se lo tendió a Dallapiccola.

—Es para ti.

El cable de aquel trasto era tan corto que el cura tuvo que agacharse para hablar. Guarnerius se quedó sentado y escuchó, oreja con oreja, toda la conversación.

—¿Padre Dallapiccola? Soy el cardenal Putanesci. En este momento se está anunciando, urbi et orbi, la muerte del Santo Padre. ¿Está usted escuchando la radio? Bueno, no importa. Usted ya sabe más de lo que sabe cualquier persona en el mundo. Le llamo, sin embargo, para decirle algo que no sabe.

—Dígame, Eminencia.

—Acaba de ser usted nombrado, digo, consagrado cardenal, padre Dallapiccola. Nos hemos acogido a una disposición del siglo XVIII que permite este tipo de actuaciones en caso de extrema gravedad. Del Cónclave nos encargamos nosotros. Usted haga las maletas. Es una manera de hablar, porque va a abandonar usted todas sus pertenencias mundanas. Por lo pronto, su despacho no oficial ya ha sido clausurado. Se muda usted de apartamento en el Vaticano dentro de un par de semanas, que serán de incertidumbre para los fieles y de especulación para los medios de comunicación. Nosotros, por el contrario, confiamos en el Espíritu Santo y tenemos la plena convicción de que Su influencia iluminará correctamente a la Iglesia en este trance tan doloroso.

Guarnerius se acordó de Renzo y de las cervezas heladas. Imploró a todos los santos que volviera cuanto antes con ellas, pero aún faltaba la traca final. Su nariz estaba pegada a la del cura al lado del auricular. Dos esquimales a cuarenta grados.

—Está ya programado su ingreso en las dependencias médicas privadas del Vaticano ⎯continuó Putanesci⎯ para someterle a una inofensiva operación que suavice esa voz suya, un tanto áspera para la altísima tarea que se le encomienda. Tiene usted una hora para despedirse de su amigo. No le volverá a ver en este mundo. Al menos no de un modo tan relajado como el de las reuniones que han mantenido desde los tristes acontecimientos de hace dos días. Dígale, en caso de que no esté escuchando esta conversación, que no nos interesan los objetos que obran en su poder. Debería destruirlos por su propio bien, si es inteligente ⎯aquí Putanesci hizo una pausa melodramática⎯. Cardenal Dallapiccola, reciba usted mi más cordial enhorabuena y el testimonio de mi estima en Cristo. Ave María Purísima.

Colgó sin esperar una respuesta. El cardenal y el policía se quedaron paralizados con las narices pegadas. En eso entró Renzo con las cervezas silbando Going to the chapel.

Comparte este artículo:

Más articulos de Julián Hernández