Entonces, ¿miro hacia arriba o miro hacia abajo? Porque, miren, ya hace unos días me cayó entre manos el libro de Xavier Theros. Se llama “Barcelona a cau d’orella” cuando tenía que llamarse “Barcelona en contrapicado”. Ahora se lo explico explicándoles una manía: las primeras veces que yo entraba en Barcelona por la Diagonal, venía desde Pamplona y estaba medio dormida, medio tumbada en el asiento de atrás del coche de mis padres. Me despertaba el primer aminorar de marcha en el primer o segundo o tercero, depende de cuál pilláramos en rojo, semáforo de la avenida. Mi manía era quedarme tumbada ahí, en aquella siempre mala postura, seguir callada, mirando por la ventana para ver, al principio, nada: el cartel del RACC, en todo caso, o el hotel aquel de delante del tanatorio y del Nou Camp. Pero unos metros más allá, entonces sí, veía casas. Las casas tienen ventanas. Algunas ventanas tienen cortinas y otras no. Pues en las que no, en las que además las luces estaban encendidas, había, que yo lo veía, gente o lámparas de araña o estanterías llenas de libros o las tres cosas a la vez. Y a mí me alucinaba que esa gente – las arañas y los libros menos – llevara tiempo viviendo aquí, en esta ciudad en la que yo empezaba a vivir. Y pensaba que al día siguiente sonarían todos sus despertadores, los despertadores de la Diagonal, y todos sabrían por dónde empezar el día: se tomarían el café, saldrían de sus casas, llegarían al trabajo y saludarían a sus conocidos. Yo no; yo todavía no sabía por dónde vivir y siempre, antes de salir de casa, tenía que pensar a dónde ir. Mis padres tenían en el mueble del recibidor el callejero, aquel librito que luego vi que era más cosa de taxis que de personas. Y fue el callejero el culpable de que yo entendiera Barcelona como una ciudad para ir mirando siempre hacia arriba, del coche a las ventanas de los principales y de las aceras a las placas de los nombres de las calles, que a veces eran los buenos y a veces no. Yo estaba bastante perdida entonces, como habrán podido adivinar.
Años después, cuando pensaba que ya me había encontrado, cuando ya me había aprendido los nombres de las calles, cuando ya no tenía que pensar a dónde ir y casi se me había rectificado aquella inclinación de cabeza de pajarillo hambriento y gritón, llega Theros con su cantinela. “En esta calle, nadie se fija, pero hay esta casa” y “en esta otra, aún se ve el escudo aquel” y “¿ven aquellas chimeneas?, es porque había un fábrica”. Y está bien que haya venido Theros cantando todo eso porque, mira, una tiene su ego, y es como si me dijera: “no, no, si ya lo hacías bien como lo hacías nada más llegar aquí”. Pero claro, ahora acaba de ser Navidad, y el otro día, paseando por la Barceloneta, arriba, en la esquina de una casa, vi un mascarón de proa imponente, marcando el camino, señalando a no sé qué inmensidad. Y mientras lo estaba mirando con la descrita inclinación cervical que hace que, veas lo que veas, tengas la boca abierta en constante ¡oh!, vi que al mascarón alguien le había colgado al lado un Papá Noel escalador.
Joder, me quedé fatal.
Subí Joan de Borbó, crucé el paseo Colón, recorrí el paseo del Borne y me metí en el museo del Born. Allí todos los carteles, la gente de información, los seguratas y las piedras apuntaban, señalaban, me decían “Mira hacia abajo”. Tuve tiempo de echarle un par de miradas a la estructura de hierro de arriba, mi manía, ya saben; pero acabé inclinándome sobre la barandilla, dirigiendo la mirada hacia el suelo. Pensé “hostia, pero si todo viene de aquí”. Y se me ocurrió que igual había que hacer como los pájaros, que todos empiezan mirando hacia arriba, pero todos acaban mirando hacia abajo, escarbando en la tierra también.
Entonces, ¿miro hacia arriba o miro hacia abajo? En esas estoy, de eso va a ir El carrito de fierro, que es como se llama esta serie porque de alguna manera se tiene llamar y porque carrito de fierro es lo que llevan ahora dos tipos de grandes paseadores de la ciudad: los que miran hacia abajo buscando chatarra y los que miran hacia arriba contando los pisos que van a tener que subir con la bombona a cuestas. La de butano, sí; todo cuadra por aquí.
Hasta pronto. Hasta aquí la presentación.