El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Diario de zozobras del inspector Arriaga (III)

Perico Baranda Cartas Crueles— 02-10-2013

27 de noviembre de 2003

Querido diario:

Han pasado tres semanas desde que Pilar se tiró por el balcón. Han sido tres semanas horribles, en las que he tenido que compaginar el desánimo más absoluto con la investigación sobre el caso. He interrogado a los vecinos de Pilar, a sus compañeras de trabajo y a todo aquel que creía poder aportar algo a la policía, aunque sólo fuera su presencia. Parece mentira, pero el mundo está lleno de gente que quiere hacerse notar y, en cuanto tiene ocasión, se convierte en protagonista. De modo que he tenido que aguantar testigos y soportar mis dolores de espalda sin más ayuda que las infusiones de valeriana que me recomendó la dueña de la herboristería. Con la muerte de Pilar me he quedado sin amante, sin masajista y sin guía espiritual. De repente no hay nadie que me frote la espalda ni me mime los genitales, nadie que escuche mis problemas y me comprenda. ¡Y bien que lo necesito! Quizá mi único apoyo sea este diario y la conversación que me brinda el detective Palomares, cuando llevamos tres o cuatro copas de coñac en el cuerpo.

Anoche, Palomares, que tiene más de filósofo que de detective, me tomó por el brazo y caminamos juntos por la Tejería, reflexionando. “Observe bien lo que le digo, Arriaga: yo sé bien quién es usted, y usted sabe quién soy yo, su amigo jubilado. Sin embargo, ¿quién va a saber quiénes somos cuando uno de los dos no esté?” Me dejó atónito. Aquel galimatías encerraba una verdad incuestionable, ¡y yo podía aplicarla a mi propia vida! Tras la muerte de Pilar, si mi mujer no existiera, mis hijas me olvidaran, mis suegros y mi madre pasaran a mejor vida, mis jefes y compañeros de trabajo me ignoraran, Ginés sucumbiera a la quimioterapia y las clientas y los camareros del café Colón hicieran borrón y cuenta nueva, sólo me quedaría Palomares para atestiguar mi existencia. Razón de más para no quemar este diario que, junto a mi amigo el detective, es un testimonio fundamental de mi paso por el mundo.

Repasemos ahora las declaraciones que he recogido sobre el suicidio de Pilar. El vecino de la víctima, Zacarías Villanueva, en su condición de invidente, no ha podido aportar otra información que la auditiva y la olfativa. El citado Villanueva afirmó haber oído ruidos en el piso de Pilar la noche del suicidio, entre la una y las dos de la madrugada. También identificó un inusual olor a tabaco en la escalera y en la vivienda de la víctima, donde se halló un cenicero repleto de colillas y un par de vasos de whisky sin apurar. Zacarías se llevaba bien con la difunta: se intercambiaban casetes y letras de canciones que Pilar leía y él memorizaba. Zacarías es famoso en el barrio por su repertorio de tangos y boleros, muy del gusto de las clientas que le compran el cupón. Hay que añadir que Zacarías escuchó una discusión entre Pilar y una señora que olía a colonia de bebés. Cuando entró en el patio de vecinos, tres días antes del accidente, la señora en cuestión acusaba a Pilar de ladrona y la pobre chica se defendía como podía. Cuando llegó el ciego, la señora salió disparada.

También estuve interrogando a la dueña de la herboristería, al médico chino que pasa consulta junto al garito de Pilar, al conserje del motel de Burlada donde la chica aterrizaba con sus clientes, y a doña Mercedes Rodríguez, la propietaria de la tintorería donde trabajaba Pilar. Se trata de un local pequeño, pero bien instalado, atendido por dos oficialas. Una de ellas, Asunción Rebolledo, se limitó a corroborar las palabras de la propietaria. La otra es nueva y no conocía a Pilar. Por su parte, doña Mercedes es una señora con clase que viste con elegancia y está muy bien relacionada con las fuerzas vivas de la ciudad. En mi opinión, doña Mercedes jamás usaría chándal, ni zapatillas de deporte, como mi mujer, a quien le gustan ese tipo de cosas. En fin, de su boca salió que Pilar había estado robando dinero de la tintorería y que al ser descubierta no tuvo alternativa y se marchó. Bueno, fue despedida. Según doña Mercedes, Pilar era una persona inclinada al hurto y a la mentira. Aquella opinión me pareció intolerable y así se lo hice saber. Entonces doña Mercedes cambió el discurso y se manifestó partidaria de readmitir a Pilar, reconociendo que se trataba de una buena profesional y que todo el mundo puede tener un mal día.

Al oír sus palabras no pude evitar venirme abajo. Les expliqué que era imposible readmitir a Pilar porque Pilar había muerto: se había suicidado, incapaz de hacer frente a las dificultades de la vida. Les conté lo de su hijo en Teruel, lo del cojo vallisoletano que la engañó, sus dolencias digestivas y el afecto que me dispensaba. Se me humedecieron los ojos y doña Mercedes, emocionada, me estrechó entre sus brazos, paseando con dulzura su mano por mi nuca. Cuando entré en contacto con su cuerpo, reconocí el olor a colonia de bebés del que me había hablado el ciego y sentí el roce suave de su camisa y la carnosidad de sus pechos.

¿Es necesario decir que el abrazo de doña Mercedes me produjo una erección de caballo, que deseé ir más allá pero que me quedé a medias? Entonces ella me susurró al oído: “hablemos esta tarde, con más calma, en el altillo del café Colón”. Me estremecí: doña Mercedes sabía perfectamente con quien se la estaba jugando.

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