No hay moros en la costa, no, pero eso no tiene mayor relevancia ahora que la temporada estiva ha pasado a mejor vida y que ya no hay amigos sedientos. El verano ha bajado la persiana y nos ha heredado el recién instaurado Balconing, una nueva disciplina extremodina que ha hecho mella entre los jóvenes turistas, locales y de los otros, que por esto de pasar el rato van saltando de balcón a balcón o se lanzan a la piscina desde los balcones de las plantas más altas en los hoteles de la costa. Divertimentos de toda la vida que ahora se han convertido en noticia gracias a que los jóvenes turistas van por ahí inmortalizándolo todo con el móvil. Se sabe, dicen en el noticiario, que por ésta práctica han fenecido cerca de una docena de jóvenes turistas. También dicen que el balconing parece haber llegado para quedarse como se quedan las canciones del verano, como nota al pie.
A su modo, un joven estampado contra el pavimento es también una nota al pie. Una nota al pie de un viaje que será, a todas luces, inolvidable. Aunque sea por los motivos equivocados. Esto me lleva a pensar en el instinto de autoconservación, esa suerte de mecanismo cognitivo que funciona a switch que parece desactivarse en la tardo adolescencia y que conlleva una vida licenciosa e irresponsable. Una manera de vivir que generará las anécdotas que se disfrutarán una vez dentro, de manera definitiva y sin vuelta atrás, de una vida madura, llena de responsabilidades y bla ble blí. Una vez entrados en la madurez, dicho switch se activa para volver a desactivarse, según indican los expertos, sólo en las despedidas de soltero.
Lo de arriba parecerá una chorrada, pero todo parece indicar que es más o menos lo que tiende a pensar Ramón de España acerca de la vida en general. O, en el peor de los casos, era lo que pensaba cuando redactó su crónica para El Periódico de Cataluña del dieciocho de diciembre de dos mil ocho, bajo el título “Se fuerza la máquina“. En ella se trataba con un tono amarillo tabloide la recientísima muerte de Francisco Casavella, escritor y cronista cultural de valía indiscutible. En dicha necrológica, Ramón de España dibujaba al difunto escritor como un hombre empeñado en morir, como un suicida que ha dado con la fiesta constante, con todo lo que ello conlleva, como método para quitarse la vida. La foto opuesta, la contracara o el lado blanco de la historia, era el propio Ramón de España quien decía no estar interesado en seguir cerrando garitos, aduciendo que ya estaba mayor. Pobre. Por esos días Javier Calvo también tocaba ese palo, el de los excesos, pero lo hacía desde la complicidad de quien disfrutaba con la compañía de Casavella, sin tono moralista alguno. También por esos días, cuatro amigos de Casavella le pararon los pies a De España, con una carta dirigida al director del matutino donde publicara su crónica y con razón, por esto de ir perdonándole la vida a quién recientemente la ha perdido. Luego no se supo mucho más del asunto, salvo un tímido eco en defensa de De España por parte de gente que no sabe leer y que no aprenderá nunca.
Todo esto viene a cuento de que he vuelto revisar la obra de Casavella y, con ello, gran parte de lo que sobre él se ha escrito. A estas alturas, no puedo evitar pensarlo como un hombre íntegro —a día de hoy un escritor que no mariposea por los cenáculos literarios es alguien interesado sólo en su literatura—, y con un sentido del humor fantástico que evocaba incluso cuando se disponía a retratar la tragedia vital más descarnada, que es la deriva de muchos de sus personajes. Estos dos aspectos se deducen de su obra, de la lectura de su obra, y los subrayan los que le conocieron, lo que me permite ofrecerlos como información contrastada. En mi cabeza, apunto, son dos aspectos de la personalidad que funcionan como características indisociables, como baremos indiscutibles al momento de definir a un hombre bueno. Y un hombre bueno, así como una chica guapa, puede hacer lo que se le antoje. Un hombre bueno no necesita un switch que diferencie entre lo correcto y lo incorrecto, porque cuando un hombre es bueno todo lo demás se reduce a anécdota, a nota al pie.
Cuenta la leyenda que Casavella decía, parafraseando a Peret, que la fiesta no es para trepas, ni para feos. Habría que añadir a los hijos de puta a la lista, sería lo suyo; pero ni falta que hace: esos se retratan solos.