Me debato entre ir a la playa a comerme una buena paella, aunque no haga mucho sol, y espiar a los padres de familia que reciben masajes chinos con happy end, huyendo de la prole y la mujer; pegarme un maratón de “Scream”, magna saga de horror teen, cargado de chucherías empapadas en tabasco, regadas con litros de michelada de Negra Modelo; o asesinar la paz, por molestar, con una navaja suiza a estrenar. De todas todas, hoy me leo un tebeo de Punisher para descargar. Hay anarquía en mi cama y no me quito una imagen perversa de la cabeza. Veo esa escena mítica de Verano azul, donde los protagonistas van en bicicleta sonrientes, como si tuviesen algo molón metido en el trasero. Me la imagino tan bucólica y pastoril como en la serie estival, mil veces repuesta en la ventana electrónica, con esa estética entre retro y camp; pero ellos, los zagales, pedalean con la verga fuera, al aire, mientras ellas, lozanas, lucen cera caliente ya sólida en sus pezones, bajo la ropa veraniega de rebajas que canta a feromona.
Encadeno imágenes y me retrotraigo a la infancia. Invento en mi córtex una secuencia en la que voy al confesionario de chaval, antes de hacer la comunión, para contar mis terribles pecados a un señor desconocido: una vez robé un chicle a mi amigo Manolito y otra le llamé tonta a mi hermana con saña, ¡qué fatalidad! Estoy frente al cura con la bragueta bajada y mi otrora virginal miembro viril tomando el fresco, con una cruz invertida mal dibujada con un rotulador Carioca, como un tatuaje taleguero. “He matado a 3.123 pedófilos con mis propias manos“, le suelto entre sudores al sacerdote, “y hoy le toca a usted, nadie va a salvarle“. El rabioso catolicismo, apostólico y romano, que yace en nuestro subconsciente haciendo el mal. Ese trauma infantil punzante, inquietante y perturbador. Ese complejo de culpa absurdo e infernal por haber hecho el manguan, tan difícil de extirpar, de enterrar, de aprovechar… ¡Diantres!, una vez maté a un pobre saltamontes de un pisotón traicionero y tres o más no quise comer la coliflor apestosa de mi mamá. Un psicópata en potencia puede diagnosticarse en un crío de siete años con semejante currículum de malignidad. Damien, un vulgar aficionado. Belcebú en un altar, rosa palo y sin limpiar. Y sin haber aún aliviado los problemas de autoestima jugando al parchís con Onán.
Pedalear desnudo, un símbolo de libertad. Pasear con la bicicleta y nada más. Nada. Con el sillín puesto, no vayan a pensar mal, tal y como han echado estas líneas a andar, con tanta fijación anal. Con la pilila al viento y el escroto en movimiento. Retomo la obsesión recurrente que golpea mi mente. Quiero, deseo, hacer un videoclip de un grupo de moda, de mozalbetes bien avenidos, tipo Oreja de Van Gogh, en cuyas imágenes ellos luzcan pene y huevos sin afeitar. Ella baila sola, bebe sola, con la vestimenta de H&M manchada de kéfir, yogur fermentado para no engordar, semen del siglo XXI. Una estampa maléfica, directa y estúpida, tan cochina como la música que perpetran. Juguemos ya puestos, colocados, a las imágenes metafóricas. ¿Cuál sintetizaría la tristeza infinita? Un hombre con la mirada perdida, haciéndose una pechuga de pollo a la plancha en una cocina de Ikea. ¿El sexo adolescente? El primer plano de un culo de mujer tapado obsesivamente con un jersey atado a su alrededor. Al menos así era en mi pueblo. ¿Otro pasatiempo? Prueben a mandar al móvil de un desconocido una palabra molesta, en mayúsculas. Por ejemplo, PENE. Es más, envíenla de madrugada, a altas horas, a toda su lista de contactos. Toda. Cuán sugestivo es irse por las ramas. Sigan entreteniéndose con esta farsa, es completamente gratis. Jamás me aburro solo. En compañía, quizás…
Se nota sobremanera que anoche acabé en un antro vil, sin avisar, sin queriendo… Estaba lleno de tunos y travestis. Tunos y travelos, no entiendo la conexión. Olía a fritanga. Seguro que también había algún taxista intergaláctico, incluso algún portero de discoteca especializada en música salsa. Odio los ritmos calientes. En el local rugía un piano, como si Dios estuviera ardiendo dentro. La flora y fauna, decadente, peculiar, un zoo de la vida, desempolvó mi torpeza social. Entablé conversación con una ninfa que devoraba pastillas de Mercadona, unas te dejan el vientre plano, otras te aprietan el culo, otras te… Politoxicomanía doméstica. Pre-cánceres. Fumaba pero no olía a tabaco, eso es importante. Gozaba de formas simétricas y ansias de confesión. Quedamos para ver algún día una buena de Polanski, remasterizada en pantalla grande a 5 euros, con el objetivo impío de meternos mano hasta el cerebro. No en vano venía de una cena intelectual, donde empiezas conversando sobre lo divino y acabas en lo humano, a ver quién la tiene más larga. Una especie de aquelarre volcánico y sesudo donde se describen coralmente paisajes para una invasión. Cuentos de amor para una era triste. Por ti devoraría a Satán, empezando por las pezuñas y acabando por los cuernos. El rabo, entre pan y pan. Eso sí, integral. Denme gasolina y un confesionario, a ver cómo salgo de ésta.
Hay una imagen colgada en mi muro de Facebook en la que se puede leer MISA NEGRA, en letras mayúsculas, negro sobre blanco. La he visto perplejo recién levantado, con las legañas puestas. Es una especie de grabado antiguo con un dibujo demoníaco mal parido. Al parecer colgué la estampa satánica anoche, retraté la ilustración grotesca con el móvil, yo mismamente. No sé dónde ni cuándo. Es la razón de estas líneas informales. Nacen de una foto realizada por un hombre borracho que ahora busca respuestas. Malditas adicciones.
Hasta aquí ha durado el parto doloroso. Se acabó lo que se daba. No me vuelvan a llamar. Nunca.