Empiezo mi labor en este sacrosanto lugar sacándome los colores. Compréndanme, yo crecí en un terruño árido en el que sólo podías ser alguien si te doblegabas a la remolacha, a la patata o a cualquier otro tubérculo inmisericorde. Ese lugar sólo ha dado de relevancia un mediocre jugador del realmadrid y un asesino del que quizás les escriba en otra ocasión. Quitando esos especímenes, todos los allí nacidos hemos surcado los mares de la nadería más gris que puedan imaginarse ustedes. Cuando me hablan de realismo sucio siempre pienso que mi interlocutor no sabe cómo de sucia era la realidad de la que he surgido, cuán profundo el pozo del que he tenido que subir kilómetros para asomar la cabeza en la dirección que quería. Creo que todo empezó cierta vez…
Cierta vez, cursando 8º de Educación General Básica, unos señores con traje y acento sevillano vinieron al colegio armados con exámenes tipo test para revelarnos qué futuro iba a ser el mejor para cada uno de los estudiantes. Fue un día de mucho ajetreo entre el profesorado, ávido de aprobar ellos los exámenes que íbamos a hacer nosotros. No estábamos duchos todavía en eso de marcar a, b, c o d, ni de seguir series lógicas ni mucho menos rellenar casillas numéricas que el tiempo ha trivializado con el exótico nombre de sudokus. Lo nuestro era leer la pregunta y soltar la parrafada tal y como la habíamos leído centenares de veces, intentar copiar en los exámenes, practicar el trueque con la chica fácil de la clase (ejercicios resueltos por magreo de culo) o hacer trabajos que pudiesen subir la nota en los exámenes, bien llamados por aquel entonces controles.
Así pues, toda la clase fuimos conducidos al aula magna y sentados en sillas alternas por estricto orden alfabético. Cuando se consiguió, los señores de traje y acento sevillano nos explicaron la finalidad de la prueba. Una inversión millonaria en educación que serviría para sacar a nuestra sempiterna tercermundista región de la fosa del fracaso escolar, llevando ilustración donde sólo había transpiración.
No se trata de aprobar o suspender, esto no es un examen como estáis acostumbrados a hacer, se trataba de ser honestos con nosotros mismos y responder con el corazón y con la cabeza bien fría, pues aquellos datos, si no se adulteraban, nos ofrecerían la llave a nuestro mejor futuro.
Todos nos mirábamos con la sonrisa que el nerviosismo dibujaba en nuestros púberes rostros, y de haber podido, habríamos dado con el dedo índice varias vueltas a la sien correspondiente, en un normalizado gesto de “este tío está chalado” que tanto imperaba en aquel entonces.
Nos pasaron los exámenes, con cuadrículas en vez de carretera y manta para contestar, y las cuatro opciones que nos han acompañado un buen trecho de nuestra vida. Nombre, apellidos, curso, instituto, población, todo ello refrendado con el sello Dominator Hercvles Fvndator. Con boli azul, por favor. Y a partir de ahí los mojones que iban a delimitar nuestras capacidades y lagunas.
Siempre he sido contrario a los juegos mentales. Me aburren los crucigramas, llegué tarde a los sudokus, los jeroglíficos me parecen eso mismo… En fin, que me armé de valor y paciencia sabiendo que varias miradas y alguna que otra esperanza estaban depositadas en mí. Sí, yo era el típico buen estudiante que fracasó en su carrera universitaria, pero no adelantemos desilusiones. Mi examen sería presentado como prueba del buen hacer, en tan alta estima se me tenía. Así que fui pasando metas volantes y repasando las cuatro primeras letras del abecedario, por si la figura geométrica no encajaba como decía a, sino como sugería b. O c.
Así transcurrió mi examen, supongo que aderezado con alguna protocanción de las que me han acompañado a mi pesar toda mi vida. Digo supongo, porque aquella ristra de preguntas irrelevantes la tengo afortunadamente olvidada. No obstante, la última la conservo vívidamente fresca. La leí y releí, evaluando la pertinencia o no de contestar francamente o irme por los cerros de Úbeda, algo que ha resultado ser una constante el resto de mi vida. Contesté con sinceridad, me levanté y entregué el examen. Vi miradas de aprobación en los profesores que nos vigilaban: había terminado el tercero o cuarto, supongo que lo tomaron como una buena señal.
Después de acabar nos fuimos juntando en el patio alrededor de una pelota, y a la media hora ya habíamos olvidado el test, nuestro futuro y el deber de sacar adelante este país.
Un destacamento de profesores revoloteaba alrededor de los señores de traje y acento sevillano, que iban de aquí para allá por el patio, buscando algo. A alguien, tendría que decir, pues uno de aquellos profesores me señaló y todos se dirigieron hacia donde yo ejercía mi sufrida labor de portero.
Me llevaron casi en volandas sin darme ninguna explicación. Me sentaron en una clase que estaba vacía y los señores de traje y acento sevillano me dijeron que mis profesores estaban muy decepcionados conmigo, que debía tener menos pájaros en la cabeza. Que los exámenes costaban mucho dinero y que no se podían contestar chorradas. Que qué significaba upirología. Yo les contesté, serio y afectado, que la upirología era lo seguirá siendo, imagino la ciencia que estudiaba a los vampiros, y que yo de mayor quería ser upirólogo, pues ésa era la gran pregunta del final: “¿qué te gustaría ser de mayor?“.
Me contestaron que en la vida hay que ser consciente de que no siempre podremos dedicarnos a lo que más nos gusta, palabras de consuelo extraídas de algún manual o algún protocolo para niños borderlines o directamente gilipollas. Que la puntuación de mi examen había estado muy bien y que todo apuntaba a que se me daban bien las letras, que pensase en algo que me gustase que tuviese que ver con la escritura, y que de esa manera podría aprovechar mis facultades estudiando algo para lo que sí estaría capacitado. Que me olvidase de los vampiros.
Y hoy, treinta y tantos años después, pienso en aquel examen, en aquella pregunta que me abrió los ojos al mundo, y en aquella otra respuesta que ellos pasaron por alto, otra de mis aspiraciones, que se cumplió tan pronto alcancé los diecisiete años de edad.
Pues a la pregunta “¿qué quieres ser de mayor?“, entre la opción 1: upirólogo, y la 3: abogado, escribí la respuesta que ha definido mi ser y mi estar hasta la fecha, y que se demostró profética.
En segundo lugar escribí: forastero.