No sé si despierto o si comienzo a dormirme, si me caliento o me enfrío, si llueve o si nieva. El penetrante aroma del bosque me embriaga, me aturde hasta el punto de cegarme a la realidad que envuelve mis sentidos. Sólo me siento a mí mismo, mis incontables dolores, ovillado como estoy entre los matorrales, bajo las copas bajas y medias de los pinos, cuyo olor se desatornilla lentamente con la brisa y me devuelve la visión de la taza del inodoro de mi tía Nieves que, después de cada descarga, inundaba el baño con una fragancia a pinar mezclada con lejía.
La tía Nieves no era mi tía, sino la vecina de arriba, más joven que todas mis tías, casi tanto como la mayor de mis primas y dueña de una maternidad de novela rosa. Me contó que había estado trabajando en una fábrica de lonas para carpas de circo y entoldados de verbena, pero me costaba creerle. La recuerdo como a la madre de Roma, un galgo alobado de tetas pendulares, siempre en cuatro, sobre la cama, delgada y misteriosa, como si hubiera perdido una lentilla sobre la colcha y la buscara con el olfato y con las uñas. Pero lo que en realidad habíamos perdido de vista era la goma y la paciencia. Yo buscaba debajo de la cama y en la alfombra, ella sobre la colcha, bajo las almohadas de raso con las iniciales de su abuela.
Lo peor se lleva dentro, galgo de tetas pendulares, madre de Roma. A la tía Nieves siempre se le quemaba la tortilla a la francesa y su memoria me huele a pino, lejía y huevo chamuscado con tacto de sartén rayada por la fibra renegrida de los estropajos. Se me viene encima el alud estereofónico de sus pechos golpeándome la cara, intercambio de fotonovelas en el quiosco, cerillas con dibujos de especímenes de la fauna ibérica, mentol y unas bragas marrones como de culo de mulata, como un culo caribeño por encima del murciano, menguado pero firme, tan apretado que habría hecho falta despegar las nalgas con la fuerza de un trampero para verle el ojo del ano. No tuve el gusto.