No me gusta la policía. No puede gustarme. No han hecho nada que me anime a saludar a un agente por la calle. Y la culpa no es mía. En absoluto. Les he dado oportunidades. He acudido a ellos cuando se supone y no me han respondido como se debe. He entrado a una comisaría a hacer una denuncia y he salido de las dependencias policiales creyéndome un delincuente. Me han tomado por un borracho sin haber bebido alcohol, me han insinuado que me corte el pelo sin venir a cuento, me han dicho que me vista con ropa más acorde a los cánones establecidos y que escuche otro tipo música. Esta indignación crece dentro de mí sin que me hayan zarandeado nunca, sólo faltaba, aunque para lucir porra no se han cortado un pelo delante de mis narices. Se han pavoneado ante mí, se han reído de mí, de mis compañeros y de uno que pasaba por ahí. Me han pedido la documentación cuando paseaba a una hora decente por el centro de una ciudad indecente. Me han cortado el paso sin explicaciones, porque sí. Por favor, disuélvanse, o disuélvanse a secas. Levante los brazos, vamos a cachearle. No puede beber en la calle, da igual si acaba de salir del colmado. No puede hacer esto y lo otro, mientras en la esquina de al lado asaltan a una viejecita con nocturnidad y alevosía. ¡Usted! ¡Sí, usted! ¡No me levante la voz que le denuncio! Se lo digo gritando, ciudadano medio.
No es fácil entender a una persona que obedece la orden de pegar a sus semejantes a cambio de un sueldo probablemente indigno. Puedo llegar a comprender el sentimiento altruista –me entra la risa-, el deseo de querer ser un buen policía que reparte justicia, pero defender la profesión de antidisturbios se me atraganta. Esto que cuento ya lo sabemos. Te condecoran por ser el bruto de la camada y únicamente un psicópata puede darle candela sin remordimientos a una señora mayor que protesta por sus derechos, porque el banco le ha robado sus ahorros, porque se la han metido doblada. No me he bajado los pantalones ante esta tropa de desalmados vigilantes asalariados al servicio de unos pocos porque no me lo ha pedido ninguno con el ceño fruncido, que conste, no voy a ir de gallito, de chulito piscinas. Por lo que me han contado, por lo que he leído, pasar una noche en el calabozo es una experiencia imborrable, de las peores imaginables por un ser humano de a pie. Afortunadamente no he vivido semejante calvario, pasar frío con una manta que huele a vómito entre las manos rodeado de desconocidos, pero siento cada vez más cerca la posibilidad de que algo así ocurra, de que tope con mis huesos en la cárcel por alguna causa que ya está escrita, estipulada, sin tener ni idea. Por ejemplo, escribir esta tontería. Usted tampoco se libra, ¿eh? ¡Usted! Los perros del sistema van a por la carne del peón cuyo control y sacrificio es indispensable para que avance la máquina.
De pequeño me lo pasaba en grande reuniendo pelotas de goma con los colegas, sin tomar conciencia de lo que realmente pasaba, en el meollo de un berenjenal que años más tarde alguien bautizó como kale borroka. La bola de acero que arropaba el caucho era un preciado tesoro. De niño te encontrabas en medio de una manifestación con tus ancestros y aquello parecía un parque de atracciones, bolazo aquí bolazo allá. Botes de humor, alaridos, fuego, jaleo y carreras a ninguna parte. Se monta bronca en la calle. La batalla campal era de lo más cinematográfico, pero ni puta gracia cuando despiertas de tu inocencia y descubres de qué se trata, de qué va el siniestro juego. Mis padres se ponían en guardia cuando alguien gritaba lo que nadie quería escuchar: “¡que vienen los grises!, “¡que vienen los grises!”. El puto mal en persona. Lustros después, en la universidad, tuve esa misma sensación, la de mis progenitores ante el diablo uniformado, cuando nos encerrábamos en la biblioteca central del campus, en huelga, y celebrábamos asambleas abortadas por los beltzas. Intrépidos agentes cubiertos con pasamontañas que pueden montar una buena bajo el anonimato sin que nadie diga nada salvo quizás un furtivo “en la cabeza no, por favor”. Fui piquete en mi vida académica, pegué carteles propagandísticos que ahora cuestionaría y discutí cara a cara lo que ahora escupimos inofensivamente en las redes. Este texto pretende dar un toque de atención a mi razón, a mí mismo, a este de aquí, a mi ética, a este sujeto que junta letras para cagarse en todo pero no termina de liarla parda. Como casi todos, por desgracia. Soy un triste autónomo pillado por los huevos revolviéndose, que ve en la pasma, en los picoletos, en la txakurrada, la cara del enemigo. Son los orcos que atacan, comandados por los villanos de la función, esos que dirigen el cotarro desde sus poltronas, ocultos en sus torres de marfil. ¡A por ellas!
Forma parte de mi ADN aquel chaval que pasaba el rato alegremente con sus amigos en la sala de máquinas, en los billares del pueblo, jugando y conversando sobre la nada, mascado chicle, hasta que la armonía del lugar se rompía por la irrupción de un puñado de agentes que nos sacaban del lugar, nos ponían firmes, haciendo cola, y nos mandaban enseñar las manos con las palmas hacia arriba. Si las tenías sucias eras, tenías que ser, así lo decidían ellos, un aprendiz de terrorista. Una pequeña bomba de relojería. Tu ropa y dedazos manchados de polvo o grasa eran signo inequívoco de que habías participado en la manifestación de la tarde moviendo coches y tirando piedras a quien no debías. Llovían entonces las hostias en fila india, cuando no ibas con la epidermis bien higienizada, como en un colegio de curas pero con un elemento bastante más cabrón, la cachiporra, en vez de una regla erosionada por el innoble ejercicio del castigo en exceso, algo muy arraigado por estas tierras. Niños antisistema por accidente, por darle al futbolín. Cuanta valentía en la sangre de aquellos hombres que acojonaban a unos despistados infantes jodiéndoles la partida al Comecocos.
Nutriendo mi bagaje anti-policial llevo también, por dentro, en mis caóticos recuerdos, esos momentos de la adolescencia en los que los guardianes del poder te paraban en un control en la carretera cerca de un concierto con la pretensión de domarte por su cara bonita. Con su linterna exploraban la guantera, el capó, todo. Miraban qué música escuchabas, cinta a cinta, utilizando muecas y miradas asesinas si algún grupo tenía una K en el nombre o algún dibujo indecoroso ilustraba la portada. Te hurgaban en los bolsillos y en el pelo, ensuciando el karma. A día de hoy rara vez cruzo las medidas de seguridad de un aeropuerto sin que me paren y me escaneen con las manos o la mirada. Y así todo el rato. No hay respeto al que respeta. Con toda esta mierda en la cabeza, en el cuerpo, es difícil que cambie de opinión. No me gusta la policía. No puede gustarme. Arde la madera.