Quizá la cita más conocida de Gabriel Celaya sea la que da título a uno de sus poemas, La poesía es un arma cargada de futuro, perteneciente al libro Cantos iberos (1955), una de las obras más representativas de la poesía social de los años cincuenta. Hacia la mitad del poema, Celaya escribe:
Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.
Tal es mi poesía: poesía herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.
Cuando Celaya publicó este poema, yo todavía no sabía leer y no sabía tampoco que había gente que se jugaba la libertad y la vida denunciando los atropellos, injusticias y abusos del Poder en cualquiera de sus formas. Recordar estas cosas no es baladí: sirve para tomar conciencia del paso del tiempo y de la dimensión intemporal de la rebeldía. En este caso, la rebeldía de un poeta comprometido con la sociedad y los hombres de su época, al que no le importó ejercer de ingeniero del verso y mancharse las manos, como un obrero en la fábrica, porque “en un poema debe haber barro, ideas, calor animal. Y debe haber también retórica, descripciones y argumentos, y hasta política”. Pero no solo política. La preocupación de Celaya por el hombre siempre fue más allá de la política. Tiene que ver con la libertad y el silencio, con la soledad y el amor, con la vida y la muerte, porque cuando llega el momento de hacer frente a las auténticas verdades, “todo, incluso nuestros heroicos combates y nuestros sabios debates parecen entonces una burla”.
En 1967, Paco Ibáñez puso música a este poema y lo incluyó en segundo trabajo, La poesía española de hoy y de siempre, junto a poemas de Alberti, Miguel Hernández, Blas de Otero, Quevedo y Góngora, disco que constituye uno de los hitos de la canción de autor en nuestro país. Paco Ibáñez fue un maestro poniendo música a los poetas. Él fue también quien nos abrió definitivamente las puertas a la literatura: con sus canciones descubrimos lo que escribían los poetas de los que solo sabíamos el nombre. Así entramos en contacto con Celaya y empezamos a leerlo. Sus Cantos iberos y Poesía urgente (1972) todavía andan por casa, como el disco del cantautor valenciano y algún otro de Aguaviva donde también se canta a Celaya:
La ciudad es de goma lisa y negra.
Yo me alquilo por horas, río y lloro con todos;
pero escribiría un poema perfecto
si no fuera indecente hacerlo en estos tiempos.
A veces, en la sombra, al final del pasillo, me asaltan esos libros, esos discos o algún número olvidado de la revista Triunfo, y me recuerdan lo que fuimos y en lo que nos hemos convertido. No sé si para bien o para mal. A menudo, pienso que para mal, después de haber abandonado demasiadas cosas en el trayecto. Por eso hoy, azuzado por la lectura de Celaya, me siento tocando fondo. Releo al poeta de Hernani y siento que su llamada me golpea el pecho. Su voz y su mensaje continúan vivos y activos. Habla de mí y de todos nosotros, de nuestra búsqueda como individuos, del compromiso social, del hombre nuevo y la sociedad que habría que construir. Hay un Celaya próximo al surrealismo, otro profundamente existencial, otro de carácter social y político y otro, en fin, preocupado por el problema ontológico del ser humano.
Su trabajo más conocido se inscribe en la órbita del humanismo utópico, territorio de lo que se llamó en su momento “poesía social”. El propio Celaya cuestionaba la oportunidad de esta denominación, porque entendía que la poesía no es social por sus temas o compromiso ético, sino porque solo se realiza en los otros, porque aspira a llegar a todos, porque sin lectores, no hay poesía, porque “la poesía no es nuestra, no está encerrada y enjaulada en los poemas, sino que pasa a través de los poemas y crea un cortocircuito en el lector. Y ese contacto quema y deja en nada la materia verbal”. Alguna de estas reflexiones sobre el sentido y la función de la poesía pueden leerse en la presentación de su Itinerario poético (1975) y al frente de los poemas seleccionados en la Antología consultada (1952):
“Cantemos como quien respira. Hablemos de lo que cada día nos ocupa. No hagamos poesía como quien se va al quinto cielo o como quien posa para la eternidad. La poesía no es —no puede ser— intemporal o, como suele decirse un poco alegremente, eterna. Hay que apostar por el ‘ahora’ o ‘nunca’.
La Poesía no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento, entre otros, para transformar el mundo. No busca una posteridad de admiradores. Busca un porvenir en el que, consumada, dejará de ser lo que es hoy.”
Por esa razón, fundamentalmente, el poema no puede quedarse encerrado en el puro artificio verbal. El poema ha de vibrar, alcanzar al lector y conmoverlo, porque sin lector no hay poesía. Lo verdaderamente importante es que el poema esté hecho “con palabras que todos repetimos, sintiendo como nuestras”, palabras capaces de crear vida y mover al lector a la acción. Por eso los poemas de Celaya son “gritos en el cielo, y en la tierra, son actos”.
Celaya siempre defendió una poesía “capaz de reivindicar lo humano contra lo precioso y hablar de lo que todo el mundo habla en la calle, sin hacer ascos y sin ponerse de puntillas”. Una poesía tan necesaria “como el pan de cada día” o “como el aire que exigimos trece veces por minuto”, así que,
”… busquemos nuestra salvación en la obra común. (…) No seamos poetas que aúllan como perros solitarios en la noche del crimen. Carguemos con el fardo y echémonos animosamente a los caminos matinales que ilumina la esperanza”.
Las cosas han cambiado mucho desde que el poeta de Hernani escribiera estas líneas. Han cambiado tanto que no hay manera de reconocer su herencia ni identificar a sus herederos, si es que los hay, en el universo literario de nuestros días, un universo mimado por las subvenciones y la cultura de protección oficial. Tampoco es tarea fácil descubrir a media docena de humanistas utópicos, capaces de mantenerse fieles a sí mismos y a su escritura, sin dar el brazo a torcer frente a las exigencias del mercado. Quizá quede en pie algún butanero solitario, cuya autenticidad se explique porque todavía no ha tenido ocasión de corromperse.
Celaya confiaba en el progreso como vía para lograr una revolución en la literatura que, a su vez, transformara la sociedad. Soñaba con que los altavoces, la radio y la televisión harían más legible y audible su mensaje emancipador. Sin embargo, ahora lo sabemos, la revolución tecnológica se ha puesto demasiadas veces al servicio del Poder, ha embrutecido a las personas, las ha sumido en el caos del ruido y la trivialidad. Incluso aquellos que en su momento criticamos el pan y circo franquistas, ahora nos extasiamos con las finales de fútbol, las series de televisión o la lectura compulsiva de mensajes de Facebook en la pantalla. Quizá haya llegado el momento de remover nuestras conciencias y ofrecer alguna resistencia a la dictadura del consumo. Y por si algún lector comparte estas ideas y quiere enmendar sus errores, puede empezar rellenando la siguiente Instancia (1956):
Etceterísimo Señor:
Yo, Gabriel Celaya, aspirante a poeta,
que pase lo que pase siempre estoy donde estoy,
visto su tal y cual del tantos y adelante,
le digo a usted que no.
Recuperé la figura de Gabriel Celaya a través de la entrevista que le dedicó Joaquín Soler Serrano en su programa A fondo (1978) y que puede verse en la red. La entrevista, en riguroso blanco y negro, con dos sillas encaradas, una mesa con libros y una cortina en el fondo, me devolvió al tiempo en que todo nos parecía posible. La ilusión de aquel momento no era menor porque faltaran recursos materiales o técnicos. La democracia y la recién estrenada libertad apuntaban alto.
En la entrevista, dos cámaras inmóviles alternan primeros planos y planos medios del entrevistador y el entrevistado. De vez en cuando se intercala una fotografía de Celaya con Amparitxu, la que fuera su compañera y cómplice, su musa y ángel de la guarda.
El programa se sustenta en la precisión de las preguntas y en la calidad de las respuestas. El presentador luce lecturas y elegancia. El entrevistado esgrime humanidad y simpatía. La sinceridad de Celaya y su sencillez nos desarman. No hay preguntas impertinentes, sonrisas maliciosas, ni gestos de connivencia con el público. Tampoco hay público. No hay prisas. Solo rigor y serenidad.
En la entrevista, Celaya, el poeta de la sonrisa en los labios y los ojos tristes, repasa su vida personal, profesional y afectiva, desde su infancia en Hernani, pasando por San Sebastián y Madrid, la Residencia de Estudiantes, su pasión por Amparitxu, sus Cuadernos de Poesía Norte (Bilbao, entre 1947 y 1955), sus publicaciones, abundantísimas, y el advenimiento de la democracia en España, con su participación en las primeras elecciones libres en la lista del Partido comunista por Guipúzcoa. En algún momento también confiesa su decaimiento, su exilio interior, su desorientación, y subraya la importancia de la persona que siempre estuvo a su lado y le salvó: Amparitxu Gastón, siempre Amparitxu.
Al final del programa, Gabriel Celaya lee su poema Biografía. Se trata de un conjunto de experiencias personales, pero que podrían ser las de cualquiera. La narración apunta al desánimo, pero el poeta querría que lo transformáramos en rebeldía. Quedémonos con la frase “dar el no a todos los no”.
No cojas la cuchara con la mano izquierda.
No pongas los codos en la mesa.
Dobla bien la servilleta.
Eso, para empezar.
Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde está Tanganica? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.
_Eso, para seguir.
¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues con esa chica, te cerraremos las puertas.
Eso, para vivir.
No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas. No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los no.
Y descansar: Morir.
Su trayectoria (más de ochenta libros, proyectos y realidades editoriales, viajes, premios y reconocimientos) no pudo evitar que Celaya muriera en la pobreza, viejo y enfermo, en su domicilio de Madrid, sin poder cumplir el sueño de acabar sus días en San Sebastián. Poco antes, se vio obligado a vender su biblioteca a la Diputación de Guipúzcoa para poder sobrevivir económicamente. Murió el 18 de abril de 1991. “En su entierro —escribió Liana de Las Heras, guionista de Informe Semanal — la lista de ausentes sólo fue superada por las insolidaridades de los últimos años. Y es que en el reino de la autocomplacencia y del pensamiento débil, no hay lugar para viejos poetas sociales”.
Hoy citamos a Celaya en nuestra sección con el propósito de exorcizar un recuerdo, estimulado por la entrevista de Soler Serrano, la relectura de sus libros y las canciones de Paco Ibáñez: el recuerdo de un tiempo en que la poesía social estuvo en auge y logró que anidara en nosotros un profundo deseo de cambio. Había que transformar el mundo y orientarlo a la utopía. “Eran los años —escribe Celaya— en que mis libros estuvieron más considerados. Los años de lucha y vida furiosa en los que Amparitxu tanto me sostuvo. Y aunque fueron también los años de multas, cárcel, persecuciones y dificultades económicas, son los que siempre añoraré. Porque entonces parecía que uno servía para algo.”
De acuerdo, aquéllos fueron buenos tiempos, pero no podemos instalarnos en la nostalgia ni ceder al nihilismo. Hoy, cuarenta años después, hay signos de que alguna gente está sacando pecho. Volvamos a Celaya y la música de Paco Ibáñez, con aquella estrofa de España en marcha (1954), y tomemos cartas en el asunto:
¡A la calle!, que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos, anunciamos algo nuevo.