El Butano Popular

Librepensamiento y explicaciones

Diario de zozobras del inspector Arriaga (I)

Perico Baranda Cartas Crueles— 19-09-2013

23 de noviembre de 2003

Querido diario:

Vuelvo a ti como el amante culpable que regresa al hogar, buscando reconciliación y apoyo, o como el emigrante que vuelve a su patria, que es la tierra de sus padres y que le vio nacer, al encuentro de su primera inocencia. Tú eres mi arrullo y mi pañal, mi bastón y mi abrigo. Y hoy, que no tengo a nadie en quien confiar, vuelvo a tus páginas para dejar fluir mis emociones, pues de emociones se trata. Estoy solo, trastornado y derruido.

Tras la muerte de Pilar Ochoa, nada volverá a ser como antes. Sin ella, mi existencia ha perdido color y ritmo. Pilar era el estribillo de mi vida: ese fraseo alegre que se repite de tanto en tanto y es capaz de vivificar la melodía más monótona. Sin su intervención —dos veces por semana, de promedio— ya nada concierta en mí, ni me armoniza. Además, me han asignado la investigación de su caso y debo revisar las circunstancias de ese suicidio. Unas circunstancias que me conozco al dedillo, porque yo fui el amante de Pilar y estaba enterado de todas sus penalidades. ¡Lo proclamo! O al menos lo proclamo aquí, en mi diario, por escrito.

Sé que hay cosas que no deben decirse en voz alta, ni escribirlas, porque en un descuido alguien puede acabar leyéndolas, y esa posibilidad me incomoda. Yo mismo me arrepiento de haber escrito más arriba que fui el amante de Pilar. Ni fui su único amante ni me gusta ofrecer esa imagen de mí mismo. No soy un putero, aunque Pilar me cobrara por sus servicios. Quiero decir que mi relación con ella fue seria y bienintencionada, tan cargada de razones y sentido como pueda serlo la relación con mi madre.

Acepto que en el pasado se me haya visto en la cafetería Colón, atento a los movimientos de las clientas que cruzan las piernas y ventilan sus bragas a la vista del contemplador menos interesado. Incluso puede que también se me haya visto entrar con urgencia en los lavabos, víctima de alguna repentina excitación. Ahí se acaban mis actividades. Me gusta fisgar, pero nunca he ido más allá de la mirada atenta, jamás he abusado del requiebro, ni he rozado a sabiendas a las clientas de la cafetería. Soy hombre respetuoso y autosuficiente: me las arreglo solo y sin molestar.

Releo lo anterior y vuelvo a sentir vergüenza de mí mismo, aunque todavía sería peor que lo leyeran mi mujer o mis hijas. La vida familiar, o al menos la mía, se mantiene en pie gracias al fingimiento y la mentira. Así que intentaré contenerme y no escribir barbaridades. Y si alguien lo descubre alguna vez, ¡maldición eterna a quien lea sus páginas! En los bordes de este diario cuelga un candado de hojalata: es endeble, pero indicativo. ¡Su contenido es íntimo! Y no conviene ir abriendo cajones o descerrajando puertas cuando no queremos enterarnos de lo que no nos conviene. ¿Lo captas, Maribel? Si has llegado hasta aquí, deja de leer y cierra este cuaderno.

Mi compañero, el inspector Ginés, me explicaba el otro día que había decidido borrar todas las películas de su ordenador por si no volvía a salir del hospital. Ginés está jodido y teme por su vida. Quizá en su caso seguir vivo no valga tanto como mantener su prestigio personal, un prestigio ganado durante una vida entera dedicada a la causa policial (y familiar). Ese temor lo comparto. Si yo tuviera el ordenador rebosante de películas porno, también lo haría. Es mejor prescindir de ciertas aficiones que perseverar en ellas, exponiéndose al desprestigio que puede comportar que se descubran. ¡Y más cuando eres policía, arzobispo o premio nobel de literatura! En cierta ocasión me sacudieron una patada en las narices cuando me asomaba, como por descuido, por la parte baja de la puerta de un excusado de señoras. Logré ocultarme de la mirada ajena, pero no de la mía, al verme reflejado en el espejo roñoso de un bar de carretera. Desde entonces procuro ejercer mis actividades donde no me conozcan.

Me debato, pues, entre la libertad y el silencio. ¿Acaso nunca podré escribir, ni siquiera en mi diario, que estoy de mi mujer y de mis hijas hasta el mismísimo coño? ¿Que nunca sentí con Maribel el gusto que obtuve en mis encuentros con Pilar? Dos veces por semana, insisto, que es una buena marca para los cuarentones.

He tardado cinco años en reabrir este diario, donde no había escrito nada desde que murió mi padre. Entonces anoté: “¡a la mierda con el viejo!”, y cerré el cuaderno de un portazo. Para mi desgracia, esa maldita frase cargó sobre mi conciencia durante meses: la herida se mantuvo abierta porque la tinta con la que se escriben las verdades es indeleble. Y aunque la taché, ahí quedó la tachadura, fresca y recurrente, para mi condena. ¿Qué debo hacer entonces? ¿Gritar todo lo que callo o seguir callando todo lo que oculto? Y así para siempre… Mañana lo decido.

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