Los españoles nunca han tenido demasiada confianza en las instituciones (podemos descontar la Lotería y, anteriormente, la Inquisición, que gozó siempre de masivo apoyo y reconocimiento), y en general esta desconfianza está sobradamente motivada. Esto, y nuestra relativa desconexión de los grandes asuntos internacionales desde que Godoy era ministro explican que la expresión espionaje español despierte inmediatamente evocaciones de chufla, tipo Anacleto o La hoz y el Martínez, en lugar del glamur bondiano o el empaque burocrático de la CIA. Recientemente, hay un runrún de espías que, en su cutrez (interceptar charlas de señoras y similares) no hace sino ratificar el aire de vodevil de teatro de provincias. Pero un volumen de hace cuarenta años nos permite comprobar que ni en los tiempos dorados de la guerra fría la cosa fue más solvente.
Los que acostumbramos a curiosear por librerías de segunda mano (no de viejo) o mercadillos nos cruzamos a menudo con uno de esos libros que, como los bestsellers vetustos de Viki Baum, Mika Waltari o Morris West, parece haber leído todo el mundo hace cuatro décadas y hoy nadie recuerda: Cisne, yo fui espía de Franco. Lo escribe Luis M. González-Mata, el espía que surgió del frío, el hambre y la roña de la posguerra, y narra sus aventuras en el espionaje internacional durante el franquismo. Y comienza con el mejor párrafo posible:
“Crecí durante la guerra de España. Mi padre fue el comisario político que tuvo que entregar Valencia y mi madre murió de pena cuando encarcelaron a su marido. La familia se dispersó: mi hermano se hizo anarquista, una de mis hermanas ingresó en el P.C. y la otra, pleurética, se pasó seis años en cama: yo que desde entonces me convertí en vagabundo, maldije a mi padre.”
Lo que sigue mantiene el mismo espíritu: todos los tinglados habituales de los servicios secretos (intoxicación, agentes dobles y triples, tratos inconfesables, agentes provocadores…), que podían ser relativamente nuevos para el lector de los 70, se mezclan con un tremendismo muy nuestro, como cuando Cisne se topa con un primo suyo anarquista o como los bizarros episodios en Santo Domingo. Porque parece que en este campo del espionaje, como en tantos otros, los jóvenes con iniciativa tienen que emigrar: ahí tenemos a Juan Pujol, saliendo a esos mundos de Dios a engañar nazis. También nuestro Cisne acabo mirando, en la dura lucha por las habichuelas cotidianas, a la tierra de promisión americana y se fue a la república dominicana a trabajar para Leónidas Trujillo.
La etapa dominicana suma, a lo bronco genuinamente español, una exuberancia tropical palpable en el ensayo de atentado que hace Trujillo poniendo a presos en un coche y volándolo por los aires. A partir de aquí, Cisne progresa en su carrera, participando en aventuras cada vez más internacionales, más enrevesadas y más inverosímiles. Incluso hay una misión en la que se le encomienda desmantelar una pretendida III república española con sede en Argelia, que parece una mezcla de El hombre que fue jueves de Chesterton (todos los cargos son infiltrados) con Nuestro hombre en la Habana de Graham Greene (todo es un montaje de un vivales para sacar dinero al servicio secreto español).
Y fue justamente Graham Greene (que sabía algo del espionaje en la realidad y en la ficción) quien hizo una antología, llamada El libro de cabecera del espía, en la que mezclaba episodios sacados de memorias e informes con otros sacados de novelas. Como era de sospechar, es imposible distinguir unos de otros. Por tanto, que Cisne deje la impresión de que los hechos han sido, como mínimo, alterados, si no completamente inventados, da igual: su testimonio no es por eso ni más ni menos valioso. Porque al final dice lo que importa:
“Sé para qué sirven los agentes secretos.
No sirven para nada.
Todos sus códigos son descifrados, todos sus medios técnicos son neutralizados, todas sus informaciones circulan, se entrecruzan, se interfieren y se anulan.”
O sea, que a los mandos de ese legendario centro desde donde emanan órdenes secretas y se manejan los hilos de conspiraciones, complots, traiciones y guerras, se hallan unos señores no muy brillantes, instalados ahí se diría que a modo de terapia ocupacional.
Extremadamente cara, eso sí.