Leía constantemente sobre el suicidio, miraba películas donde la acción se centraba en la reacción de los personajes ante ello, contrastaba opiniones y citas sobre el ídem, fijaba mi atención en la obra de los suicidas buscando algún desliz que anticipase un algo, que arrojase algo de luz al respecto. Luego abocetaba, de a poco y por la noche, buscando consignar qué elementos lo convertían en un tema progresivamente más complejo y atrayente. Me preguntaba por qué es difícil de administrar cuando se piensa como un gesto que enuncia una estrechísima relación entre la vida y la libertad o entre libertad y vida.
Tema recurrente, el suicidio, gracias a que mujeres y hombres que admiro han decidido fijar su muerte en lugar de esperar a que suceda. Si hago memoria ha estado ahí desde siempre: hace muchos años mis padres se asustaron cuando comenté, en una sobremesa con el resto de la familia, que prefería pensar al suicida como un tipo que acaba con el mundo y no consigo al momento de apretar el gatillo, saltar al vacío o llenarse de barbitúricos. Hablábamos de una peli con suicida cuyo nombre no recuerdo, una peli que por edad no debería haber visto pero que mis padres me dejaron ver. No recuerdo de dónde saqué tamaño argumento ni por qué comenté lo que comenté, pero eso poco importa: buscaba escandalizar y poco más.
Cuando abocetaba sobre el suicidio intentaba responder articulando respuestas de otros a las preguntas que para mí encarna ese gesto último y quiero creer que a nada más. Intentaba no enunciar cuestiones sino encadenar preguntas, racionamientos y digresiones. Intentaba, digamos, habitar el suicidio como idea y concepto, como trasunto que se ha repetido a lo largo de toda la historia y cuya significación ha sido inestable. Mientras estaba en ello, abocetando, enfrascado en citas, palabras imprecisas y sin nada parecido a un plan, mi mejor amigo se suicidó.
No pretendo establecer nexos extraños, simplemente consigno que no puedo seguir intentando responder a esas preguntas, tampoco articular ninguna tímida respuesta. Desde la distancia y la fascinación, desde la curiosidad y con cierta prisa, resultaba cercano a un divertimento: podía dedicarme a ello sin problemas. Ahora me resulta complejísimo, casi imposible, intentar subrayar o argumentar que los actos de extrema libertad no dejan de ser civilizados por muy desesperados que parezcan; soy incapaz de encontrar el modo para decir que tienen un fondo que nos concierne e interpela.
En el texto que abocetaba habían frases como esta: “Desde Marilyn Monroe hasta David Foster Wallace, pasando por Guy Debord y Hunter S. Thompson, las diatribas en torno al fatídico final del suicida alientan el funcionamiento de la cultura bajo el molde sensacionalista del supermarket tabloid”. Frases que no me adjudicaría ante un juzgado y que seguramente nunca salgan de mi archivo. Frases que conservo para recordar de qué me avergüenzo. La ligereza, el buscar lo ingenioso, los nombres propios, el retruécano, la instrumentalización, la mierda. Quizás podría volver a ello desde mi experiencia del duelo, pero algo me lo impide: aún hoy resuena en mí el gesto del mejor y más bello de mis amigos, soy incapaz de usarlo para explicar nada.
No hay nada que explicar.