El par de hombres de Harrelson corre por los pasillos del supermercado fintando muertos vivientes. Se detienen ante la puerta que es su salvación, pero son tantas las llaves del manojo que cuesta acertar la correcta. Y los zombis se van acercando. Los están acorralando. Hasta ese momento he permanecido clavado en el asiento, pero ya no puedo más y me revuelvo en la butaca, me pongo de cuclillas sobre ella, me levanto, me vuelvo a sentar, me arrodillo, aprieto los dientes. Estoy experimentando una descarga de tensión y adrenalina como nunca jamás.
Tengo doce años y estoy viendo Zombi, la segunda entrega de los muertos vivientes de George A. Romero. La película luce clasificación “S”, puede herir mi sensibilidad y está prohibida a menores de 18 años, pero yo no he tenido impedimentos para entrar en la sala y sí respeto y complacencia. Faltaría más, es uno de los varios cines que mi abuelo tiene desperdigados por el extrarradio barcelonés, al otro lado del Llobregat. Extrarradio lo escribo ahora, pero entonces no era denominación común, tampoco suburbio o área metropolitana. En casa mi familia hablaba de Ciudad Satélite y eso me evocaba al Sputnik y al espacio exterior cuando en realidad se refería a bloques de aluminosis suburbana donde se hacinaba la mano de obra que levanta la Barcelona del Desarrollismo.
Mi abuelo tenía cines de barrio en barrios que no lo eran, en los dormitorios del cinturón industrial. Podría alegar que se trataba de una obra social, de entretener al pueblo con unas horas de escape e ilusión. También podría dibujar a mi abuelo como un romántico del Séptimo Arte, con sus moviolas y sus celuloides. Todo mentira. Mi abuelo era un empresario catalán con puro habano y la exhibición cinematográfica su negocio. Un buen negocio mientras duró. Se contrataban películas en lote y se programaban buscando llenar una sala de mil localidades construida en la periferia, es decir, en la Nada, donde no hay Mankiewicz que valga si Edwige Fenech se desviste y se queda en cofia. El Séptimo Arte o es Alvaro Vitali o no es.
Esos cines van a ser mi lugar de recreo de fin de semana porque el refranero miente. En casa del herrero cuchara de acero. Cada sábado, tras la siesta, mi abuelo nos mete en el coche, cruza el Llobregat y nos mete en el cine; cada domingo, tras la siesta, mi abuelo nos mete en el coche, cruza el Llobregat y nos mete en el cine. A menudo los domingos por la mañana se programan matinales infantiles, así que tras el desayuno, mi abuelo nos mete en el coche, cruza el Llobregat y nos mete en el cine. En realidad, no voy al cine sino que me arrojan en su oscuridad.
Así de teledirigida es mi vida durante más de una década. Colegio de curas aparte, mi educación tiene por institutriz una película del oeste rodada en Almería y un montón de profesores. Maciste, Manolo La Nuit, Wang Yu, Waldemar Daminsky, Nadiuska. Yo qué sé, para qué listar si aquello no tenía guía, criterio o control paterno. Y cuando el cine se puso “S” y llegó el destape, qué le vamos a hacer, al niño hay que dejarlo en algún lado, que no moleste. Y si hay polución nocturna con Sylvia Kristel, pues la hay; cosas de la edad.
Y ahí estoy, comiendo uñas y girando sobre mí mismo en el asiento, como una peonza, mientras al S.W.A.T. rubio le ha mordido un zombi, señal de que las cosas ya no serán igual. Tom Savini viaja en moto.
Hay algo en Zombi que me aterra hoy y entonces; es ese technicolor deslucido y pasado por lejía, ese gris pálido, desaborido y zombi que comparte paleta de colores con los bloques dormitorio de Ciudad Satélite. No hay diferencia cromática con el exterior y sólo desentona ese hipermercado de película donde los vivos buscan sobrevivir y los muertos pasean sus rutinas. En la España de los Setenta esa gran superficie comercial nos suena a relato de anticipación. No vemos crítica al consumismo sino profecía de un futuro apetecible. Un deseo para el año 2.000 que encima va y se cumple. En los Ochenta la Ciudad Dormitorio compra reproductores Betamax y una parte del negocio familiar se convierte en ruina anacrónica. Allí donde estuvieron los cines de mi abuelo hoy se levanta un Ikea, un Toys’r’Us o un McDonalds. Yo qué sé. El emporio se escurrió por el desagüe y no hay ganas de documentar el dato exacto.
Al final de Zombi, el negro y la preñada se suben al helicóptero y alzan el vuelo hacia ninguna parte. Mi abuelo nos recoge y salgo del cine estremecido y temblando. Ha anochecido y circulamos por la autovía en un recorrido nocturno que he hecho mil veces. Puedo poner en su sitio todas y cada una de las lejanas farolas, perfectamente alineadas, que señalan con luz naranja el horizonte de la ruta que va de Ciudad Satélite al Centro del Universo. Pero hoy los muertos vivientes van a irrumpir en mi rutina.
Mi abuelo reduce drásticamente la velocidad cuando ante nosotros aparece un hombre que alza y agita los brazos, fuera de sí. Mi abuelo no socorre y cambia bruscamente de carril, pero los faros muestran que la camisa blanca de aquel desesperado está cubierta de rojo. Avanzamos despacio porque en medio de la carretera hay coches parados y yo miro por la ventanilla que tengo a mi lado. Y le veo. En medio de la calzada hay un cuerpo tendido. Es menudo, como de niño, pero no hay cabeza sino un emplasto plano de sangre y sesos esparcidos.
Aquella noche, acostado en la cama, intento dormir y no puedo. O sí, no lo sé, pero tras mucho rato dando vueltas le veo de nuevo. Acecha en una esquina de la habitación, viste de blanco luminoso, está cubierto de sangre y no tiene cabeza. Se acerca hacia mí con los brazos extendidos, reclamando lo que ha perdido. Me aferra de las sienes y sacude mi cráneo como quien dobla repetidamente un alambre para que se parta en dos. Noto cómo se separa una parte de mí, que pasa a ser suya, e intento abrir los ojos para despertar. No lo consigo. Cuando te arrebatan la cabeza te quedas sin párpados que abrir. Y ahí sigo aún, en la cama, sin necesidad de almohada.