Leo a Pau Malvido en busca de preámbulo y contexto. Malvido, para los amigos del morbo, se apellidaba en realidad Maragall Mira y era hermano del que fuera president de la Generalitat. Era, sí, el siempre rumoreado hermano yonqui de Pasqual Maragall que murió de sobredosis. Lo que casi nunca se dice es que abocetó la génesis y decadencia de la contracultura barcelonesa de los 70 en una serie de crónicas publicadas en la revista Star, posteriormente recopiladas por Anagrama con el título Nosotros los malditos (Contraseñas, 2005).
Leo a Malvido, digo, en busca de contexto, y me enternece la prosa jipi y vocablos como el rollo, el vacile o el muermo. El rollo era un concepto indistintamente grupal o individual: cada individuo emprendía la búsqueda de su propio rollo mientras los artistas del rollo eran, pues eso, los del Rollo. Si Madrid tuvo Movida, Barcelona tuvo el Rollo. Hubiera podido ser vacile, ¿se imaginan?, pero eso era demasiado lúdico para la época. Y luego estaba el muermo, un ente fantasmal que asolaba comunas, guateques y viajes interiores.
Voy en busca de un preámbulo, o mejor, de un contexto y punto de partida porque pretendo dar pinceladas de la Barcelona recién desenrollada de mi adolescencia y juventud en una crónica más o menos autobiográfica que tiene un problema: la ingesta de drogas y alcohol borraron mi memoria. Tampoco es tan grave, mentiré si hace falta, que es lo suyo en toda ficción autobiográfica.
Leo a Malvido, decía, y del retrato sociológico que hace me suenan retazos. Ahí va uno: cuando habla del asociacionismo político universitario y de la lucha de siglas, pienso en el Pedrín, estudiante de Químicas y primo de mi madre. Recuerdo el rebomborio durante la comida: el Pedrín se había hecho maoísta. Sus padres, la tía Pepita y “el Patata”, andaban preocupados. Al padre de Pedrín en casa lo llamábamos “el Patata” porque tenía la cara llena de verrugas. Cometieron el error de no explicármelo, así que un buen día le planteé yo mismo la pregunta. Creo que hubo cierto enfado, al fin y al cabo “el Patata” era un alto funcionario del Montepío y un prestigioso jugador de mus. O sea, que tenía su dignidad.
De pequeño visitaba mucho la casa de la Tía Pepita. Era una casa tétrica. Bueno, en general la Tía Pepita, toda ella, era bastante tétrica. Cuando llamaba a casa era como si llamaran de ultratumba preguntando por mi madre. Pero era una buena mujer, lectora compulsiva de novelas del Oeste que me regalaba a puñados cuando iba de visita. Yo las canjeaba por tebeos. Pero eso no quita que aquella casa me pareciera un recinto fúnebre. Allí vi un episodio de Star Trek que me acojonó vivo, entre otras cosas. La visitábamos muchos domingos por la tarde y el Patata nunca estaba, andaba jugando al mus. Debía de ser cierto porque tenía cajones y cajones repletos de barajas españolas por estrenar. De vez en cuando me colaba en el cuarto de Pedrín, lleno de quimicefas, mecanos y qué sé yo cuántos ingenios juveniles.
Pedrín era un cerebrino mandri bastante gris, pero de vez en cuando su nombre aparecía durante las comidas. “La tía Pepita ha llamado muy preocupada porque el Pedrín se ha ido a Pamplona para correr los encierros“, comentaba mi madre. “A ese joven le falta un buen culo al que agarrarse“, sentenciaba mi abuelo.
Y un buen día surgió el tema durante la comida. El Pedrín se ha hecho maoísta. Aquello preocupaba a sus padres no vean de qué manera, no fuera que la inversión en el niño que les había salido tan empollón se arruinase de un porrazo, y nunca mejor dicho. Coño, si hasta los del GRAPO eran maoístas. Pero en las comidas familiares con mi abuelo dominaba el cinismo burlesco: el Pedrín se había hecho maoísta para pasarse por la piedra a una trotskista. Ni que decir tiene que yo, por entonces, no tenía ni puta idea de maoísmo, trotskismo o la piedra esa por la que había que pasar a las señoras. Al Pedrín, por cierto, también le gustaban las novelas de Conan, que las portadas las miraba yo cuando me colaba en su habitación.
Y Pedrín el maoísta se casó con la trotskista. Por la Iglesia, claro, que hay cosas donde ni Mao puede meterse. A la muchacha, que era bajita, la bautizamos en las comidas como “la Pequeñaja”, y, según mi abuelo, ya tenía su manso. Así que Pedrín era maoísta, pero manso.
Supongo que la pasión de Pedrín por el Libro rojo de Mao se fue enfriando. Hoy dirige con mano de hierro la filial española de una conocida y siniestra multinacional química. Y anda divorciado de la pequeña trotskista, quien al parecer le exprimió una buena cantidad con el tema. Tener un pasado trotskista tiene estas cosas. Y si fuiste maoísta, no veas. En Barcelona hubo mucho universitario maoísta, así que no veas cómo está la cosa. Hay cosas que marcan mucho más que el Rollo.
El Patata, por cierto, la palmó mientras dormía. “Pepita, no vuelvas a hacer garbanzos con chorizo para cenar“, dicen que fueron sus últimas palabras.