Uno y en discordia

En las películas de John Ford, cuando
los personajes abren una ventana,
tienen ante sí grandes praderas y la
esperanza de encontrar en ellas un
mundo mejor. En las mías lo hacen
con precaución, ya que podrían
toparse con una bala perdida.
Sergio Leone.

Blanco infección

A cuantos son incapaces de acertar si antes no fallaron otros, un aviso: se os acaba el tiempo. En la pradera cada vez hay menos movimiento. ¿Lo veis? Preparaos para un futuro regado de estatuas. Viviréis en sótanos y os nutriréis de moho. Para eso sirvió tanta negociación.

Las sogas vocales

La imagen que con más nitidez guardo de mi abuela paterna (escueta, huesuda y cerúlea, según aprendí por las fotos) consiste en el recuerdo de sus manos, ya por entonces poco menos que inservibles, fracasando en el conato de pelar una ciruela claudia, con pulso sísmico y dedos retorcidos por la artritis.

Al conceder una mirada a estos artilugios míos, hace poco aleteados de palabrería, pero, de súbito circunspectos y en gravitación, algo atónitos sobre el cielo de las teclas, diminutos instrumentos que, contra mucho pronóstico infantil, terminaron sirviendo a mi prosperidad (”Tienes manos de señorito“, decían), ahora, digo, al conceder esa mirada, asumo que contemplo lo mismo que ella vería a mi edad: unos arbolillos flacos, unas langostas mal dibujadas, unas mellizas asimétricas cada vez más escoradas hacía ambos flancos. ¿Cómo escribiré cuándo más allá de las muñecas albergue un racimo de sarmientos trémulos e ingobernables? ¿Habrá entonces un crío que observe a su terco abuelo litigar con las letras cual herrero tullido que, soberbio, se resiste a desamparar a aquellas que un día fueron herramientas de su oficio? Que envejezco, sí, mientras las manos se me enroscan y las entrañas para qué contar.

El grifo de las arañas

Entrenando un poco, sabueso del espectáculo, casi cualquiera es capaz de expeler ingenio, de rebuscar en el cajón de los fetos y dar con algo medio presentable. Así descubriste lo fácil que resulta liderar este enjambre de subalternos: basta un tatuaje y algún calambre simulado. Pocas cosas tan falaces como el magnetismo, y eso que los siameses nunca dejan de serlo. Ahora bien, siembra demasiados y acabarán por asfixiarse. ¿No ves que todos comparten un mismo aliento?

Rubor de sapo

Olimpismo de descampado; sólo competía una raza, la humilde. Trotaba yo que había que verme, poco antes del acné, en matinales sepias, a veces colmadas de referéndum y chirimiri. En una embarrada línea de salida, a pie de cal, mi entrenadora, vagamente centroeuropea, se me acercó y, adjuntando el movimiento a la última directriz de costumbre, deslizó una distraída mano derecha por mi espalda, en lo que, sin asomo de malentendido, valoré como un ademán más allá de sus funciones. Minutos después, pleno de motivación y desconcierto, rememoraba en mis zancadas aquel contacto, fugaz pero inequívoco; cavilando al vuelo, entre charcos, limo y adoquines, más sobre el calado y, por tanto, la trascendencia del gesto, que respecto a su significado.

Ya en la meta, encorvado, canillas marrones fusiladas de aliento vahoso, un juez aproximándose. Tras la proverbial enhorabuena, algo reclamó su atención desde mi camiseta. Perplejo, sentí el contacto de sus dedos, investidos de reglamento y objetividad, describiendo un itinerario semejante al que, previamente a la galopada, efectuaron los de ella. Y, de seguido, ya retirada su mano de mi lomo de galgo menos exhausto que iluso, y también cretino hasta el rubor, el colegiado, ahora con bigote y fuelle expectorante, de atletismo dominguero y legañoso, dictaminó: “A poco no te eliminan. ¡Llevabas flojo el dorsal!“. Reinterpreté entonces aquella caricia combustible que nunca fue tal, aquel mimo espúreo que creí procedente de un mundo adulto, femenino e internacional, motor en mi avance y arma secreta de un triunfo, que, además de ser el último, también constituiría mi primer chasco iniciático.

Antonio Trashorras

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